Dice Miguel Ángel Asturias, en Hombres de maíz, que «hay tristezas que abrigan». Es cierto: producen calor y bienestar. En cambio, las alegrías fortalecen y refuerzan.
En ocasiones me imagino que soy Amiclas, aquel pobre barquero a cuya desvencijada cabaña llamó una noche oscura César, a quien no conoció, que le pedía pasar a la otra orilla del mar en medio de una gran tormenta (Lucano, Farsalia). Lo sensato era renunciar al viaje y volver atrás, pero creyó en la confianza que transmitía aquel desconocido.
Siempre me ha fascinado el oficio de barquero: una buena metáfora de la vida.
Hay alegrías íntimas, rodeadas de estremecimientos y escalofríos, que, aun así, reclaman eternidad: «Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría / no podrá morir nunca», ha dicho José Hierro. «Llegué por el dolor a la alegría», dijo en otro lugar.
He sentido con frecuencia ese tipo de alegría temblorosa. Desearía haberla prolongado como si no tuviera fin. Es una experiencia que nos hilvana a unos con otros, deja rastros a quienes nos siguen, reconforta, consuela y da calor: abriga.
A lo único que tengo miedo es que un día alguien me diga «te quiero» y yo solo pueda responder con los versos del citado Premio Cervantes 1998 (Cuaderno de Nueva York):
«Yo sé que te he querido mucho,
pero no recuerdo quién eres».
Me queda la esperanza de que, en ese momento, alguien me diga: «Te quiero, aunque no sepas quién soy», y añada a continuación, igual que César a Amiclas: «Ten confianza en mí». Así se lo dije algunas veces a mi hermano. Todos los barqueros lo merecen.