La vida es un don, se mire por donde se mire. Luego, cada cual la dirige ─la vive─ como quiera o como pueda, pero, a mi modo de ver, es incuestionable que la vida nos la han regalado. Suele representarse a menudo con la imagen de la mochila al hombro, que vamos llenando de “cosas” muy diferentes. En internet hay enlaces para hacer cursos-taller sobre “¿Qué llevamos en la mochila?” por el módico precio de 25 euracos.
Sin embargo, es necesario revisar periódicamente el valor de las “cosas” que llevamos a la espalda. Si la mochila se transforma en un montón de fardos, mal asunto. Y, lo que es peor, a mi juicio: si vivimos obsesionados sólo por el peso que uno puede aguantar ─esos malditos “por si acaso” que siempre revientan la maleta de viaje─ entonces el camino se convierte en una pesadilla. La vida es para vivirla, no para soportarla, y lo decisivo no es sólo lo que se tiene, sino a quién se tiene.
Pasamos la vida moldeando el tiempo como si fuera plastilina. Ocurre algo así como con los relojes blandos de Dalí, que se podían colgar doblados en una rama o acoplándose a las esquinas de una mesa. Se dice que el pintor se había inspirado en la textura de los quesos camembert y, también, que quiso simbolizar con ello la relatividad de las “cosas”. Lo cierto es que los minutos pasan inexorables, pero el tiempo se encoge o se alarga al ritmo de las emociones. El tiempo se nos va derritiendo entre los dedos de las manos.
A lo largo de la pandemia «sufrimos el mal de las ausencias», como dice Leonardo Padura, porque experimentamos desgajamientos afectivos y sentimos que el estómago y la vida se nos estrujan. Acumulamos cansancio y desasosiego. Usamos “relojes blandos” que nos producen tortícolis, porque las agujas están retorcidas por el calor de la maquinaria.
Cuando «se aflojan los cerrojos de la vida», como dice Lucrecio, nadie está libre de romper o de hundirse o de despreciar la vida. Pero hay un par de “cosas” que conviene tener presentes: una es que nadie, absolutamente nadie, viene a este mundo sólo para sufrir; y otra es que la vida de cada uno depende de la vida de otro. Hay en esto una buena dosis de responsabilidad colectiva familiar, local, regional, nacional, continental y mundial.
Es posible que el abrazo sea uno de los gestos más hermosos que existen. Un abrazo sincero aporta seguridad, paz y bienestar. Nos protege del miedo y del vacío, de la soledad y del frío: nos confirma en la existencia y nos garantiza que alguien está ahí. Ahora, que no nos podemos abrazar, merece la pena recordar lo que decía Luis Eduardo Aute:
«Abrázame, abrázame
Y arráncame el escalofrío
Abrázame, abrázame
Que me congela este vacío…
»Y como soplan vientos de desguace
Abrázame fuerte, muy fuerte, muy fuerte, amor
Hasta que la muerte
Hasta que la muerte
Nos abrace»
Viajar, pensar, caminar, acompañar… mochilas, “cosas”, abrazos… «hasta que la muerte nos abrace». Ojalá que el vacío y el escalofrío se conviertan en abrazos de ternura, cuando sea.