Había una vez un pueblo que tenía dos lados. Cuando los vecinos de un lado pasaban al otro lado, decían: “vamos al otro lado”. Y los del otro lado decían: “vamos al otro lado”. Parecía sencillo. Eso sí, no paraban ni un momento y, además, cada uno llevaba una mochila donde se podía leer: ¡Ojo con el virus! ¡Guarde la distancia! ¡Utilice mascarilla FFP2!
Hacía años que la comarca se encontraba en estado de alarma y el pueblo llevaba varios meses con cierre perimetral, pero allí nadie se detenía por nada. Bueno, mejor dicho, disponían de un anfiteatro para leer y deliberar, porque la gente de entonces leía y deliberaba mucho.
El caso es que de tanto salir y entrar e ir y venir, perdieron la noción del tiempo, confundieron los días y las noches, trastocaron las horas y los minutos, olvidaron los puntos cardinales y terminaron deslavazados, descompuestos y desordenados de tanto andar de la Ceca a la Meca sin ton ni son.
La magnitud del despiste llegó a ser de tal calibre que el alcalde del pueblo, una vez asesorado, decidió colocar en el escenario del anfiteatro un gran letrero con un texto que decía lo siguiente:
La partida
Ordené que trajeran mi caballo del establo. El sirviente no entendió mis órdenes. Así que fui al establo yo mismo, le puse silla a mi caballo, y lo monté. A la distancia escuché el sonido de una trompeta, y le pregunté al sirviente qué significaba. Él no sabía nada, y escuchó nada. En el portal me detuvo y preguntó: «¿A dónde va el patrón?» «No lo sé», le dije, «simplemente fuera de aquí, simplemente fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que puedo alcanzar mi meta». «¿Así que usted conoce su meta?», preguntó. «Sí», repliqué, «te lo acabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta».
Firmado: Franz Kafka
El alcalde convocó seguidamente reunión general. No faltaba ni uno. Todos aguardaban, cabizbajos, con cara de meditación, porque la gente también meditaba mucho por aquella época. Al finalizar la lectura el pregonero oficial, tomó la palabra el alcalde y dijo a voz en grito: “Lo tengo claro”. Y los demás respondieron en forma coral, diciendo: “lo tenemos claro”, mientras asentían moviendo la cabeza durante un buen rato. Se levantaron, se miraron y reiniciaron las idas y venidas de un lado a otro.
La verdad es que todo seguía siendo igual menos un par de cosas: ahora, cuando se saludaban, en vez de decir “buenas tardes”, por ejemplo, decían: “Kafka”. Y cuando se preguntaban de dónde venían o a dónde iban, señalaban un punto imaginario, diciendo: “la partida”.
El último que se levantó después de la lectura fue el más anciano de todos. Miró primero al suelo, sin decir nada y, luego, elevando sus manos, temblorosas, miró el texto del letrero y refunfuñó: ¡A mis años con estas historias! ¿De dónde habrá salido ese Kafka?
Al salir del anfiteatro se detuvo en una tienda donde le pusieron una vacuna contra el virus. Después, mientras se bajaba la manga de la camisa, continuó renqueando y, a medida que avanzaba hacia el otro lado iban apareciendo más y más letreros que decían: Kafka, Kafka… la partida, la partida…
El anciano comenzó a sudar en frío, se sentó y volvió a decir: ¿Quién demonios sería ese dichoso Kafka?