Estoy delante del ordenador con la mano derecha sobre el ratón y la izquierda sosteniendo la barbilla. Suenan de fondo piezas sucesivas de Jazz. El ritmo, la improvisación y el fraseo de esta música, soñadora donde las haya, me ayudan a escribir. La luz de una lámpara ilumina el círculo que me rodea e intento mirar más allá, lejos, para hacer balance de la actualidad.
Abunda la crispación y el exabrupto, el desprecio, el insulto y la burla, sobre todo respecto a las minorías y a los más vulnerables. Se percibe todo esto de manera acusada en el “troleo”, como acción y efecto de “trolear”, es decir, publicar mensajes provocativos, ofensivos o fuera de lugar con el fin de boicotear algo o a alguien, o entorpecer la conversación en foros de internet y redes sociales. Así lo define el diccionario de la RAE.
Ese anglicismo, derivado del verbo to trolling, describe la entronización del desbarajuste; la bufonería embaucadora y burlona; la universalización de la calumnia; la democratización de la censura por miedo a la burla de los demás; la sobreexposición de la intimidad personal en la esfera pública; la virtualización del linchamiento más inmisericorde; la instalación de equipos organizados (cibertropas) para manipular la opinión pública en Internet y transformar en arma las redes sociales; la difusión sistemática y acrítica de noticias falsas (fake news)…
Como dice J. A. González de Requena, hablando de la “La filosofía del troleo”, estamos ante «la consumación digital de la vana conciencia irónica, la arbitrariedad subjetiva, los arrebatos de convicción moral hipócrita y el enjuiciamiento moral desaforado». Las redes sociales se parecen con demasiada frecuencia a una ciénaga viscosa y tóxica.
Pero ¿sólo Internet se está convirtiendo en un medio tóxico y en un entorno inhabitable? Convendría pensarlo un par de veces. Podemos contribuir a ello por simple pereza mental.
Esta manera de entender las relaciones sociales esconde en el fondo algo escabroso e inquietante: la falta absoluta de mansedumbre y de cordura. Lo que desmorona a las esferas de poder y a los grandes lobbys internacionales son los argumentos cargados de sensatez, cordialidad y sinceridad. Francisco de Asís, por ejemplo, atizó un golpe mortal al feudalismo por defender que todos eran menores e iguales y por convertir la simpatía fraterna en norma de vida. ¿Es esta una postura inocente y candorosa? Quizá. Es una postura que no vence, pero convence.
Lo contrario u opuesto a lo humano no es sólo lo irracional, la crueldad o la inconsciencia. Lo inhumano es la insensibilidad y la frialdad. Ambas han sido generadoras permanentes de espacios sin ternura ni comprensión, y de tiempos vacíos de dulzura y compasión. Tener el corazón duro e insensible es lo mismo que no tener corazón, es la perfecta inhumanidad.
Cuando Theodor Adorno habla en Consignas de “la educación después de Auschwitz” está diciendo que la principal finalidad de la educación es combatir la frialdad, la insensibilidad, la indiferencia y la agresividad. Y Baruch Spinoza, en su Ética, dice que «quien se esfuerza en guiar a los demás según la razón, no obra por impulso, sino con humildad y benignidad…». La verdad es suave y amable. No es lo mismo la verdad de la fuerza que la fuerza de la verdad.
Hoy huelo a bebé, porque he tenido a mi nieto mucho tiempo en mi regazo. A su lado parece que el mundo se ordena y las cosas encuentran su sitio. Es el rincón de sensibilidad y dulzura que me acaba de regalar la vida. Me hacer sentir bien. ¡Suerte la mía!