Creo que aún no soy viejo o, al menos, no lo suficiente, pero me gusta el atardecer.
Hace unos días, Luis García Montero dijo que le apetecería ser nube, no para echar el chaparrón sobre la gente a la vuelta de la esquina, ni molestar a nadie, sino para «empapar corazones secos y alegrar la vida».
A veces me siento como un águila en el aire, como canta Pablo Milanés. Levanto el vuelo al amanecer; navego contra el viento; veo desde muy arriba bajo las aguas del río; vuelo y vuelo cada vez más alto, más alto, y me poso en la grieta de la roca al atardecer.
He pensado que Heródoto tuvo que haber pasado un tiempo en Portugal deleitándose con el fado. Resulta imposible imaginar la Odisea sin esa música desgarradora, melancólica y eterna. Casi seguro que algún ascendiente de Amalia Rodrigues iba en el barco con Ulises, de vuelta a Ítaca, cantando versos parecidos a éstos de Fernando Pessoa:
«Si yo supiera que mañana moriría
Y que la primavera sería pasado mañana
Moriría contento, porque ella sería pasado mañana».
«Se soubesse que amanhã morria
E a Primavera era depois de amanhã,
Morreria contente, porque ela era depois de amanhã».
Dice Jaime Sabines que «la luna se puede tomar a cucharadas o como una cápsula cada dos horas». Sirve para todo y carece de contraindicaciones: tocar el cielo con los dedos, visitar países que no existen, ser rico sin que nadie se entere, eliminar sustancias tóxicas, cerrar los ojos a los ancianos, hacer soñar a los niños… Es bueno poner un poco de aire de luna bajo la almohada para mirar lo que se desea ver y escuchar lo que se quiere oir.
La vida es como un parpadeo. En un abrir y cerrar de ojos, el tiempo se escurre de las manos igual que un puñado de arena entre los dedos. Cuando cae la tarde se da uno cuenta del significado de estos versos de Mario Benedetti:
«A veces uno es
manantial entre rocas
y otras veces un árbol
con las últimas hojas.
Pero hoy me siento apenas
como laguna insomne
con un embarcadero
ya sin embarcaciones
una laguna verde
inmóvil y paciente
conforme con sus algas
sus musgos y sus peces,
sereno en mi confianza
confiando en que una tarde
te acerques y te mires,
te mires al mirarme».
Me gusta parecerme a la nube, al águila en el aire, a la música del fado, al paliativo de luna y a la laguna verde a la que usted pueda acercarse y se mire al mirarme.
Por eso me gusta el atardecer y creo que aún no soy viejo o, al menos, no lo suficiente.