El día había transcurrido con normalidad, sin novedades ni alteraciones.
Cuando me acosté, por la noche, soñé que estaba entre olivos, en un lecho preparado con sus hojas caídas y cubierto por ellas, como si fuera un diminuto Ulises, recién salido del mar, cuando pasó su primera noche en tierra de los feacios (Odisea, V, 483).
Después, me pareció que intentaba trepar por las paredes de un pozo sin fondo, pero, por más que lo intentaba, no conseguía ascender. Hice un último esfuerzo y cuando miré hacia arriba, desesperado y agotado, me agarré a una mano abierta que me ayudó a salir.
Sentí que alguien estaba tocando mi rostro. Desperté y vi la pequeña mano de mi nieto que estaba comprobando si yo estaba durmiendo o despierto, y entonces, mientras lo miraba a los ojos, sonriendo, recordé los versos de Pedro Salinas:
«Las manos son muy grandes y se puede
dejar a un ser entero en unas manos».
Me levanté y fuimos a la cocina cogidos de la mano. Él tomó un yogur y yo café.