Queridos Reyes Magos:
Quiero hacerles a ustedes algunas confidencias antes de que entren esta Noche por el balcón de mi casa.
Tal día como mañana, hace varias décadas, nació mi hija mayor. Fue un Día de Reyes especial. El paso fulgurante del tiempo me demuestra que es moldeable como los relojes de Dalí: puedo sentir un año como una breve serie de momentos y un solo momento como una eternidad, pero no soy capaz de medir la longitud de mi propia vida.
Mis padres y mis hermanos están muertos. Soy el último de mi línea familiar. Ni siquiera sé si yo mismo llegaré a la siguiente Noche de Reyes, aunque nada avisa de lo contrario.
He superado etapas oscuras en las que me veía como un niño con una vela encendida en la mano, mientras recorría habitaciones desiertas, diciendo: «Se me hace eterna la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba… ¡Siento asco de mi vida!» (Job 7, 4; 10, 1).
Ahora, la vida profesional ha terminado. Quedan restos de actividades académicas y algún compromiso de trabajo colectivo que me mantienen vigilante y alerta, pero también irán desapareciendo poco a poco igual que se desconectan una a una las partes de cualquier máquina “jubilada” para el sistema productivo.
Así todo, hay algo que nadie me puede arrebatar: la pasión de leer y de escuchar música, la calma para pensar, el deseo constante de escribir, los cuidados a mi esposa y el cariño de mis hijos, el maravilloso idilio con mi nieto, la estima de mis amigos, en suma, el ansia de comunicarme y de compartir. Y, por encima de todo, el ansia de buscar la verdad, una búsqueda insaciable que produce una íntima satisfacción difícil de igualar.
Podría quedarme ciego y aprender la escritura Braille o que alguien me leyera a Virgilio o a Cervantes; podría quedarme sordo y seguir escuchando en mi cabeza la música de Bach o de Bruckner; podría quedarme tullido o discapacitado y vivir esperando el regalo de una caricia… y seguiría buscando esa sabiduría para colmar mi existencia.
«Porque soy del tamaño de lo que veo / y no del tamaño de mi estatura», como dice Fernando Pessoa (El guardador de rebaños, VII), puedo viajar por las galaxias, recorrer el mundo con la fantasía y bucear en los recovecos del corazón.
Tras leer las Argonáuticas, de Apolonio de Rodas (295-215 a.C.), estoy convencido de que vivir es urgente, pero navegar es importante; vivir es necesario, pero navegar es preciso.
Por eso les pido a ustedes, Reyes Magos, que me ayuden para que consiga ser protagonista de esa escena que narra el último libro de la Biblia: «Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20).