Cuenta Jenofonte (Recuerdos de Sócrates, IV, 6-7), que un conocido sofista llamado Hipias regresó a Atenas después de hacer un máster por el extranjero, y, viendo un día a Sócrates dialogar con sus discípulos, se dirigió a él en tono burlón de la siguiente manera:
«─¿Todavía sigues diciendo, Sócrates, las mismas cosas que te oí decir hace mucho tiempo? ─Y Sócrates respondió:
─Sí, Hipias, y, lo que es más sorprendente todavía, no sólo digo las mismas cosas de siempre, sino que sigo hablando de los mismos tópicos. En cambio, tú, como eres un erudito, nunca dices lo mismo sobre los mismos temas.
─Descuida ─añadió Hipias─, siempre intento decir cosas nuevas».
Sócrates llamaba a los sofistas «pasteleros de discursos» (logomágeiroi).
San Agustín siguió el estilo socrático y buceó en las profundidades del yo interior no porque tuviera habilidades filosóficas, sino porque buscaba el sentido de su vida:
«¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro y yo fuera, y fuera de mí te buscaba… Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo… Me llamaste y me gritaste hasta romper mi sordera; brillaste sobre mí y me envolviste en tu resplandor, y disipaste mi ceguera; derramaste tu fragancia y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti y tengo hambre y sed; me tocaste y me abrasé en tu paz» (Confesiones, X, 27).
El viaje en el que más aprendemos de nosotros mismos es el que nos lleva al propio interior. Pero, disfrutar hoy de «la música callada y la soledad sonora» de ese cuarto íntimo, como diría san Juan de la Cruz, es difícil. Estamos rodeados de ruido.
Frente al deslumbramiento de los sofistas actuales permanece la certeza de que lo importante no se encuentra fuera, sino dentro; no está más lejos, sino más adentro.