Mi hermano Yayo tenía la costumbre de preguntar a un señor: «¿A dónde vas?». Y el otro respondía siempre: «A ninguna parte». Era un irónico ritual diario que no olvido. Se parecía a la novela y película de Fernando Fernán Gómez, El viaje a ninguna parte: «Los caminos se entrecruzan, se revuelven sobre sí mismos antes de llegar a ningún lado».
Homero cuenta en la Odisea el viaje de Ulises a Ítaca como un trayecto lleno de aventuras y rico en experiencias, donde tiene valor el viaje como tal. Sin embargo, se trata en realidad de un viaje de vuelta, de regreso. (Sugiero leer Ítaca-Cavafis). Suele suceder, además, que quien sale de viaje vuelve siendo otro y, en ocasiones, ya no vuelve.
Algo parecido lo pone de relieve Jenofonte, en su Anábasis, cuando describe a los griegos, abrazados unos a otros y con lágrimas en los ojos, gritando: «¡El mar! ¡El mar!». Acababan de llegar a la costa después de recorrer una enorme distancia llena de peligros desde tierras persas. Era lo que esperaban ver. Estaban de vuelta: regresaban a casa.
Por cierto, no soy capaz de seguir escribiendo sin traer a colación los viajes de los emigrantes. Dice Warsan Shire, poeta refugiada somalí, en su poema Hogar, que nadie abandona su hogar a menos que «los kilómetros recorridos signifiquen algo más que un simple viaje».
Todos estamos, de algún modo, en un punto de no retorno: a Ítaca o a ninguna parte.
Viajar es marcharse de casa, dejar los amigos e intentar volar; es vestirse de loco y decir “no me importa”; volver a empezar, conocer otra gente… Lo ha dicho Gabriel Gamar, pero hoy me quedo con su último verso: «viajar es regresar».