Las cosas y los seres vivos tienen siempre algún estado: “están”. Todos “estamos”.
«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena», dice el cuarto evangelio, y añade que también estaba Juan, el discípulo amado. Estaban allí, sin prisas, contemplando pasmados aquel suceso.
Pararse a mirar lo que sucede ante nuestros ojos o en nuestro interior puede hacer más sostenible el dolor, más viva la esperanza, más solidaria la compasión, más agudo y rico el pensamiento, más profunda la confianza, más intensa la atención.
Resulta difícil cuidar a una persona sin estar con ella, por ejemplo, sin dedicarle un tiempo que deja de ser propio y se convierte, de algún modo, en tiempo del otro.
Deberíamos “estar” más, para que puedan reposar los pensamientos, las intuiciones, los desasosiegos, las distracciones, las preguntas, los cuidados. Necesitamos de esos momentos tan difíciles hoy de conseguir. Hay mucha prisa y demasiado ruido. A veces pienso, también, que huimos de ello a causa de cierto miedo a mirarnos por dentro.
Quedarse, detenerse a estar con uno mismo o con alguien puede justificar una vida, porque en ello no se pone en juego el conocimiento de la teoría, sino el de la existencia:
«Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido»
(Luis Cernuda).