Un historiador bizantino del siglo V, Agatías, describió su época diciendo que «toda la humanidad estaba trastornada». Hubo muchos autores que dijeron cosas similares.
Hay quienes arreglan estos «trastornos» eliminando a los culpables que, hoy en día, según sople el viento, serían los ucranianos, los rusos, los palestinos, los judíos, los iraníes… los discapacitados, los emigrantes… Es el principio de la razón de la fuerza.
Otro modo —inusual— de afrontar esas situaciones es la ternura: la capacidad de las personas para ser sensibles, delicadas, dulces, afectuosas, acogedoras… Aquí, la vida no es el lugar del poder sobre los otros, sino el espacio del encuentro y del don para los otros.
Esto no es un espejismo. Es una utopía. Una bellísima y razonable utopía práctica.
Actualmente, sentados encima de un polvorín, hay que proclamar la utopía de la fuerza de la razón cordial y del amor. El amor es cuidar. Así de simple y de profundo. Una actitud básica ante la vida que se concentra en la expresión: «¡Heme aquí!» (Emmanuel Lévinas).
El analfabetismo emocional, fuente de conductas agresivas, antisociales y antipersonales, cuartea al ser humano, fragmenta el mundo y llena la sociedad de tabiques.
El mundo necesita dosis continuas de ternura: detalles, miradas, besos, caricias, abrazos…
Esta actitud impulsa a estar más “por” alguien que “contra” alguien, a utilizar las velas del propio barco de tal manera que se pueda navegar “contra” el viento y, a veces, incluso, a abrazar el dolor para que no duela tanto.
«Para la ternura siempre hay tiempo», decía el nombre de un álbum musical de 1986.
¿Para qué sirven los niños y los ancianos? Para cuidarlos, o sea, para volvernos cuidadosos y cuidarnos unos a otros. La ternura es otro nombre del cuidado.
Quizá por eso me ha dicho hace unos días mi nieto por primera vez, mientras le acariciaba: «Te quiero, abu». Aquella noche, cuando me acosté, sonreí feliz y me quedé dormido.