Ya no aplaudimos o, al menos, no aplaudimos como antes. Últimamente hay quienes se dedican más a golpear cazos y sartenes, pero tiene que haber de todo en el mundo, como decía mi padre. Desconocemos el grado de impacto social que tendrá en fechas próximas ese tipo de cacofonía. Siempre hubo gente a quien le gusta ese tipo de percusión, aunque no vaya al ritmo de la orquesta. A mí no me gusta. Prefiero hacerlo escribiendo lo que siento y lo que pienso, por ejemplo. La cuestión no reside en dar fuerte el siguiente sartenazo, sino en argumentar con modestia lo que se dice.
Repasando estos días lecturas antiguas me detuve en La peste de Albert Camus. Escéptico, descreído y hasta mordaz o agresivo con la vida, el Nobel de Literatura de 1957 describe la pandemia como una metáfora de la actualidad. La figura más luminosa es Rieux, el médico, una figura con luz propia como hoy la vemos en todos los profesionales sanitarios. A su lado había otros personajes más complejos: un activista (Tarrou), un delincuente (Cottard), un funcionario (Grand), un juez (Othon) o un sacerdote católico (Paneloux).
Cada uno de ellos opta también por poner su vida en peligro para luchar contra la enfermedad. Tenían diversos motivos: morales, familiares, religiosos e incluso inexistentes o difíciles de entender. La buena voluntad y el buen corazón los unía ante la verdadera epidemia, que no era la procedente de un bacilo o de un virus, sino la que «cada uno lleva en sí» y de la que «nadie está indemne»: la fragilidad, la vulnerabilidad, el paso irremediable del tiempo, la finitud y la limitación, la muerte… y la continuidad de la vida.
Lo que a mi juicio no debemos hacer es prenderle fuego a todo para incendiarlo, entre otras razones porque es bastante suicida y no hay por qué ponerse así. Quizá alguna vez, llevados por alguna ofuscación, desearíamos hacer como La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, Lisbeth Salander, la protagonista de la novela de Stieg Larsson, para quien la vida era como una serie de capítulos que se iniciaban con una ecuación matemática.
Hoy ocurre algo parecido: estamos ante una serie sucesiva de problemas que necesitan solución. Y deberíamos hacerlo juntos. Tan absurdo sería echar una cerilla a la gasolina como rechazar a un infectado dándole en la cabeza con La consolación de la filosofía de Boecio, por ejemplo. Tan absurdo es querer quemarlo todo como resolver problemas acudiendo a discursos metafísicos sin contar de hecho con los demás.
Es probable que hayan acabado los aplausos (tampoco sería especialmente grave), pero podemos hacer mucho más que lamentarnos. Recuerdo a ese respecto una ocurrencia de Mafalda cuando pasaba a su lado un señor mayor, con traje y corbata, que se estaba cruzando con un chico tatuado, con barbas, sandalias, pantalones a rayas y largas extensiones de pelo: «¡¡Esto es el acabóse!!» decía el señor, mientras miraba huraño al joven, a lo que Mafalda respondió: «No exagere, hombre. Esto es el continuose del empezóse de ustedes». Nos incumbe también a todos hacer aportaciones para salir de esta situación. Cada uno desde su lugar.
Lo que no parece de recibo es ignorar cosas que debemos saber. Eso sería lo mismo que incurrir en La conjura de los necios, de J.K. Toole, porque la actitud de hacerse los despistados, con la que está cayendo, es propia de necios, más frecuente de lo que parece.
Lo que sí es evidente, desde que ha llegado Covid-19, es que todos, sin excepción alguna, estamos siendo puestos a prueba en todos los aspectos: personal, familiar, sanitario, económico, social, político, local, regional, nacional, continental, global. Este gigantesco examen colectivo revela nuestro talante y nuestro talento y, sobre todo, otra actitud que quiero resaltar: la de no levantar la vista, no mirar a lo lejos, al horizonte o, dicho de otro modo, empeñarse tercamente en cultivar el provincianismo.
Eso sucede cuando vivimos tan apegados a la mentalidad y a las costumbres del entorno particular que no somos capaces de ver lo que hay más allá. Basta un mapamundi o un libro de historia o un Google Earth para caer en la cuenta de que no estamos solos, de que en este mundo hay otros, muchísimos otros. Y si al lector le cuesta trabajo admitirlo sería suficiente con que leyera Viajes con Heródoto de R. Kapuscinsky.
La peste de Albert Camus era un aviso contra el mal, pero, sobre todo, era saber que contra ese mal hay un antídoto. El antídoto es la propia humanidad, la bondad que hay en el fondo de cada ser humano, su acumulada sabiduría secular, su capacidad colectiva de reacción y de resistencia, de solidaridad, de altruismo, porque el mensaje final de Camus sigue estando vigente: «en los seres humanos hay más cosas dignas de admiración que de desprecio». Si algún día dejásemos de confiar en el ser humano habría triunfado definitivamente la peste. Estaríamos todos infectados y sin soluciones. Y no es así.