La imagen del niño Omran Daqnessh, en silencio y sin llorar, dentro de una ambulancia, llama poderosamente la atención y ha incendiado otra vez las redes sociales. Ha pasado casi un año entre las imágenes de Aylan y de Omran.
El primero murió ahogado a la vera de las olas del Mediterráneo, mientras sus padres iban camino del paraíso europeo (¡¡qué cosas escribimos, madre!!). El segundo continúa vivo en la milenaria ciudad siria de Alepo, arruinada literalmente por los bombardeos de unos y de otros. En ambos casos, las imágenes de los dos niños han saturado literalmente las redes sociales y los medios de comunicación del mundo.
Parece ser que la imagen de Omran fue captada por un periodista relacionado o perteneciente a la oposición y a quien ya han acusado de oportunista y de “rata terrorista”. A estas alturas es bastante difícil saber escoger el lado de los buenos si no tuviésemos en cuenta la enorme cifra de víctimas de todos los bandos en lucha. La cifra de 400.000 muertos, ofrecida por la ONU, ya debe estar obsoleta.
Recuerdo que en el caso de Aylan hubo dos titulares que me llamaron fuertemente la atención. Uno era del diario francés Le Monde (03/09/2015) que decía: “Une photo pour ouvrir les yeux” (una foto para abrir los ojos). El otro era del diario inglés The Independent (03/09/2015) que hacía la siguiente pregunta: “Do we really believe this is not our problem?” (¿Seguimos creyendo, realmente, que esto no es nuestro problema?). Transcurrido casi un año con discursos y artículos de personas honorables y con abundancia de promesas, compromisos, conmociones generales y negociaciones … negociaciones de qué (????), el diario online IBT (International Bussiness Times), con fecha 18/08/2016, publica un tremendo y acertado titular, firmado por Julie Lenarz que dice así: “Sadly, the world will soon forget about Omran Daqneesh just as it forgot about Aylan Kurdi”. Por desgracia, el mundo pronto se olvidará de Omran Daqneesh tal y como se olvidó de Alan Kurdi.
Y es que, como dice Ramón Lobo, “Vivimos en la cultura de la instantaneidad; todo se reduce a un fogonazo, a un flash. Luego nada, vacío, oscuridad. No somos mejores como sociedad que los líderes a los que tanto criticamos. Ambos somos productos de un mismo tiempo audiovisual e insustancial en el que han desaparecido las historias, la paciencia y las personas. Solo nos alimentamos de iconos, de posters, no de voces”.
¿Por qué? Porque, al fin y al cabo, Omran tiene una foto. Es un icono “viral”, como se dice ahora, pero tiene una narración, una historia que contar. Por el contrario, hay cerca de 50.000 niños muertos en Siria sin foto, o sea, sin historia que contar, desconocidos, anónimos, ignorados. Es como si dispusiéramos de unos especiales jugos gástricos encargados de suavizar y olvidar el ardor de estómago que nos producen imágenes como las de Aylan y Omran. El rechazo emocional y la indignación ética nos duran lo que dura un telediario. Y en esas andamos, señoras y señores.
Por eso me sumo a lo que ha dicho al respecto L.F. Crespo, cuando afirma que las imágenes de esos dos niños son las mismas que ya vimos en Afganistán, en Irak, en Bosnia, en Ruanda y en tantos otros lugares y épocas. Y añade: “Mil imágenes idénticas que han anestesiado nuestra capacidad para rechazar el horror, han silenciado nuestras palabras, nos aterran. A nosotros, a los ciudadanos del civilizado Occidente, los muertos nos parecen lejanos, enterramos a nuestros soldados con todos los honores, pero sin imágenes de sus cadáveres. Pese a las imágenes que dicen tanto, el silencio cómplice nos delata.”
Por otra parte, datos recientes de UNICEF confirman que más de 8 de cada 10 niños sirios -unos 8,4 millones- se han visto afectados por la guerra y necesitan ayuda humanitaria, incluyendo tanto a los que están dentro de Siria como a los que se encuentran refugiados en países vecinos (Líbano, Jordania, Iraq, Turquía y Egipto). Además, 1 de cada 3 niños -unos 3,7 millones- han nacido desde que comenzó el conflicto, por lo que solo conocen la violencia, el miedo y el desplazamiento. El futuro de toda una generación de niños está en riesgo. Los cinco años de guerra en Siria arrojan datos escalofriantes: casi 7 millones de niños están sumidos en la pobreza, unos 2,8 millones han dejado de ir a la escuela, muchos han empezado a trabajar con tan sólo 3 años, y con 7 algunos están siendo reclutados para combatir.
Ante situaciones como éstas, que se han repetido y se repetirán a lo largo de la historia, es realmente complicado decir algo sensato desde la ética y la bioética, puesto que los hechos parecen demostrar tozudamente que la ética y la bioética son utopías frustradas, sueños irrelevantes y fracasos evidentes de los seres humanos, precisamente porque en tales situaciones se desvela trágicamente su inhumanidad. Sin embargo, la ética y la bioética superan con creces la tragedia de los desastres humanos y aparece como la tabla donde se agarran los náufragos. Agarrados a la tabla de la dignidad humana y de los derechos humanos, que tanto dan para hablar y para discutir, pero donde la mayoría de nosotros nos aferramos, sigue existiendo la capacidad demostrada de superar las tragedias, vencer los desastres y reconstruir de nuevo sobre las ruinas. A ese respecto tengo que recurrir a lo ya expuesto anteriormente:
1. Sigue siendo la hora de la justicia, entendida: 1º) como reconocimiento, para eliminar tanto desprecio y humillación a los otros… diferentes, y 2º) como equidad, para favorecer a los desfavorecidos, a los «desiguales», y eliminar esas desigualdades derivadas de las diferencias.
2. Sigue siendo la hora de la solidaridad, no sólo desde el punto de vista de sentimientos o de emociones compartidas, imprescindibles para disponer de una mínima sensibilidad moral, sino desde la decisión de hacerse cargo y hasta de cargar con los problemas de quienes están agobiados por el peso de la pobreza, la exclusión, la marginación o cualquier otro tipo de postración, debilidad y sometimiento.
3. Y sigue siendo la hora de la decencia porque las sociedades ricas y sus discursos bioéticos no deben sólo basarse en la justicia ni limitarse a parecer justas. Ha llegado la hora de que sean decentes, de que sus instituciones y discursos guarden la compostura y honestidad distintivas de la decencia, es decir, que no humillen nunca a los otros, por ser «otros» ni, menos aún, por ser «diferentes».
4. Me parece, sin embargo, que aún no ha llegado la hora de la vergüenza, en el sentido de turbación del ánimo experimentada por alguna falta cometida o por alguna acción deshonrosa y humillante, propia o ajena. La vergüenza es un potente detector de la sensibilidad moral que impulsa a practicar la justicia, la solidaridad y la decencia.
Como ha dicho Adela Cortina (¿Para qué sirve realmente la ética?, Paidós, Barcelona, 2014, 17), «Si no tomamos nota de lo cara que sale la falta de ética…, el coste de la inmoralidad seguirá siendo imparable. Y aunque suene a tópico, seguirán pagándolo sobre todo los más débiles…Para eso sirve la ética, para cambiar las tornas y potenciar actitudes que hagan posible un mundo distinto».