Hace varios días le dije a mi nieto de repente: «Oye: yo iría contigo al fin del mundo. ¿Vendrías tú conmigo?». Él se quedó mirándome, asombrado, ante tal cuestión, porque aún no sabe lo que es el “mundo” ni, mucho menos, el “fin del mundo”.
Pero yo insistí: «Qué me dices, ¿eh? ¿Irías conmigo al fin del mundo?».
Entonces, movió la cabeza de arriba abajo, sin dejar de mirarme, y dijo: «Tí, tí» —pues hay algún problema con la “s”—.
Después, le hice un breve esquema académico sobre las dificultades que encontraríamos en un trayecto tan largo. Sus ojos transmitían desconcierto y, a la vez, la confianza y la seguridad que da el cariño.
Busqué un verso de Rafael Arenas y se lo recité: «Un día, de tanto verte, te vi».
«Al final, la diferencia está en la mirada, hijo —añadí—. Recuérdalo: está en la mirada». Yo pensé, una vez más, que vivimos por los demás para señalarles lo que es vivir.
Así que, salimos a la calle, él en su triciclo y yo empujando.
Volvía la cabeza, de vez en cuando, para ver dónde iba yo.
Íbamos al fin del mundo.