Uno de los lugares preferidos por mi nieto para jugar al escondite es detrás de la cortina transparente del baño. Hay que ir diciendo: «¿dónde estará el niño? ¿dónde se habrá metido?». Y cuando después de tan larga y penosa búsqueda se le toca con las manos, exclamando «¡aquí está! ¡ya apareció!», entonces él mira para otro lado demostrando así que, mientras no me mire a los ojos, no lo puedo ver.
La abuela dice que este niño “hace el egipcio”, porque, al igual que en los antiguos jeroglíficos, su cuerpo se coloca de frente mientras gira la cara para mirar a un lado.
Otro escondite es un rincón de la cocina, detrás de la mesa-comedor. Sólo se le ve el pelo, la frente y la mitad de los ojos. El proceso es el mismo: «¿dónde se habrá escondido el niño? ¡pues, nada, no lo veo! ¿dónde estará?». Yo procuro pasar de largo, en silencio, hacia otra parte de la casa, pero, entonces, él suelta un sonoro «¡eh, eh, eh!», queriendo decirme: «¿a dónde vas, a dónde vas? ¡cómo es que no me ves!».
A mi pequeño niño le gusta llenar de garabatos una vieja libreta; queda fascinado cuando ve surgir allí las letras de su nombre; le encantan las ilustraciones de La leyenda del lobo cantor (G. Stone) y de El principito (A. Saint-Exupéry), que casi ya no tienen bordes ni tapas.
La voz y la palabra, el silencio, la luz, la mirada y el contacto van dibujando su propia figura. Por eso me gustaría que alguna vez, dentro de muchos, muchos años, pudiera encontrar entre mis libros el siguiente texto de Jorge Luis Borges (El Hacedor. Epílogo):
«Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara».