«El viento apaga una candela y reaviva el fuego». Así comienza una obra de Nassim Nicholas Taleb (Antifrágil: Las cosas que se benefician del desorden, Paidós, 2013) que pone en circulación los términos “antifragilidad” y “antifrágil” para dar a entender que hay cosas y acontecimientos que adquieren energía y vitalidad cuando hay otras, en la misma situación, que se agotan y desaparecen. Hay cosas que adquieren más valor en medio del desorden y el desconcierto.
Lo “antifrágil” y la “antifragilidad” son términos que no existen oficialmente en español, pero sirven para describir con acierto la situación que nos ha tocado vivir.
Por un lado, hemos llegado a tener la impresión ─que va a durar─ de que, en ciertos momentos, la desorientación y la incertidumbre, el caos, la impotencia y el cansancio, se habían adueñado del mundo. Se extendió por todas partes la certeza de la fragilidad.
Y, por otro lado, en ese mismo contexto, se reafirmó el desarrollo de la ciencia, la comunicación virtual, la responsabilidad profesional y colectiva, el altruismo, la urgencia de los valores y principios éticos colectivos… se puso de relieve lo “antifrágil”.
Pero, en situaciones difíciles, y sobre todo en las extremas, los seres humanos no sólo toman conciencia de la antifragilidad que los mantiene a flote. También pueden cometer innumerables tonterías y, lo que es peor, llevar a cabo las acciones más abyectas.
Nos lo ha recordado Philip Zimbardo en una obra escalofriante y tremenda (El efecto Lucifer: El porqué de la maldad, Paidós, 2012): un grupo de buenos, agradables, estudiosos y simpáticos muchachos norteamericanos, fueron transportados a una especie de “lugar en ninguna parte” ─las lejanas tierras de Irak─ para hacerse cargo de unos prisioneros, a quienes se les había previamente acusado de malas intenciones y de ser infrahumanos, y terminaron cometiendo auténticas barbaridades con ellos. Años antes lo habían hecho un grupo de soldados estadounidenses en Abu Ghraib por los mismos motivos y por haberles convencido sus mandos de que eso era lo correcto.
Dicho de otro modo, ni los escándalos necesitan personajes escandalosos, ni las monstruosidades necesitan monstruos. ¡Qué seguro y confortable sería el mundo si sólo fueran los monstruos quienes provocaran actos monstruosos! Hay psiquiatras, psicólogos, sociólogos, jueces, policías, que se pueden encargar de ello. Lo más grave de todo este asunto es que, a lo largo de la historia, ha habido muchos seres humanos autores de los actos más crueles, sádicos y horribles, que «fueron y siguen siendo terrible y terroríficamente normales», como asegura Hanna Arendt (Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal, Lumen, 1999).
Quizá haya que bajar un poco el volumen, para no molestar, pero hay que señalarlo. ¡Cuántas veces caemos bajo la seducción del consumo, sin necesidad! ¡Cuántas veces entramos en las redes sociales por el morbo de la porquería existente! ¡Cuántas veces eludimos decir: “perdóname, me equivoqué”, “te necesito”, “te quiero”! Y eso sucede en el día a día “normal” de personas “normales” que creerán no haber roto un puñetero plato en su vida.
La propuesta de Taleb es sugerente: los acontecimientos adversos son una ocasión para ver los puntos donde deberíamos apoyarnos para seguir adelante. Lo resiliente se ocupa más de lo cuantitativo y nos ayuda a resistir. Lo “antifrágil” se fija más en lo cualitativo y nos permite mejorar. En la situación actual, está emergiendo con fuerza el cuidado mutuo, la solidaridad, o, sencillamente, el nombre de cada persona. Porque, al fin y al cabo, como diría mi paisano Ángel González, «¿Qué sería tu nombre sin ti?». Y en otro lugar ofrece una respuesta:
«Los nombres que te invento no te crean.
Sólo ─a veces son como luz los nombres─ te iluminan».
Un buen plan para los próximos días.
¡Feliz Navidad! ¡Felices Fiestas!