• Ha llegado usted al paraíso: Asturias (España)

Actualidad

Sucesos que atraen la atención por su impacto en la escena de la vida cotidiana u otros temas relevantes de carácter cultural, científico o humanístico referentes a la vida.

Rafa Nadal

Rafa Nadal 150 150 Tino Quintana

Llueve, pero no hace frío. Sólo está “fresco”, como decimos en Asturias. En la plaza de la catedral no hay nadie. Es temprano. Tengo la sensación de que podría salir Ana Ozores para preguntarme si he visto pasar al canónigo Fermín de Pas, el Magistral. Es una visión fugaz que desaparece cuando contemplo la estatua de La Regenta mirando de soslayo hacia la torre de la catedral. Quizá espera que alguien la esté observando. Ahora, la muy noble y leal ciudad, Vetusta, «corte en lejano siglo», ya no huele a «olla podrida», como decía Leopoldo Alas, “Clarín”. Es una ciudad limpia y bonita.

Al salir de la plaza oigo una voz, que viene de lejos, dando gritos. Cuando la encontré de frente, era una señora, sin mascarilla, que exhortaba al arrepentimiento de los pecados y a prepararse a la inminente llegada del fin del mundo. Me atreví a decirle que, al menos, se pusiera la mascarilla, y entonces me echó en cara que era un esclavo de lo que dicen los hombres y que no hacía caso a la voluntad de Dios. En mal momento se me ocurrió levantar el dedo pulgar para dar por zanjado el asunto, porque, con ojos llenos de ira, me amenazó con las penas del infierno, asegurando que el virus no existía, que lo habían enviado los chinos y que todo eran invenciones de los políticos. Abrumado por tales evidencias científicas, continué caminando. Algunos viandantes me miraban compasivos.

Poco después, tomando un café en la acera de una calle, observo que en el platillo de la taza de café hay varias líneas escritas. Son algunos versos del poema de Cavafis que hemos reproducido aquí hace varias semanas: «Si vas a emprender el viaje hacia Ítaca, / pide que el camino sea largo, / rico en experiencias, en conocimientos. / Ten siempre a Ítaca en la memoria, / llegar allí es tu meta». No sabía yo que Ítaca, además, era el nombre de una conocida marca de café. De ahí los versos.

Días después, asistí al nuevo triunfo de Rafa Nadal en Roland Garros de París. Esto no fue sólo fruto del talento individual, sino del trabajo en equipo. La clave reside, a mi juicio, en la capacidad de hacer bien lo que se sabe hacer. Y hacerlo de manera reiterada, introduciendo continuamente mejoras para adaptarse a los cambios de cada momento.

El largo viaje a Ítaca, o sea, el tiempo que dura la vida, ofrece diversas posibilidades. Una de ellas es soñar con la aparición de musas, como La Regenta, o con espejismos que distorsionan la realidad. Es una sensación agradable, pero solipsista e inútil. Otra posibilidad es pasar echando soflamas tremendistas, como la mujer predicadora. Esto es sectario y, en realidad, una demostración palmaria de lo que significa hacer el indio.

En tiempos de tribulación e incertidumbre, el secreto a voces es actuar por el bien colectivo, trabajar por la comunidad. Los espejismos y las posiciones apocalípticas producen escaqueo, desorientación y estrabismo conceptual. Aunque puedan dar votos.

Hacer bien lo que se sabe hacer, y hacerlo juntos, termina convirtiéndose en un trabajo por la comunidad, en un bien colectivo. Como hace Rafa Nadal, por ejemplo. Y, si les parece bien, el resto de nombres y apellidos los ponen ustedes.

Resistir

Resistir 150 150 Tino Quintana

Hoy quería comenzar con cuestiones más personales y cotidianas, como las que me han ocurrido esta mañana. He ido a pesar peras y ciruelas, en un supermercado, para ponerles la pegatina del precio, y no era capaz de encontrarlas en la pantalla de la máquina. Acudió una chica a ayudarme y le di las gracias. He terminado comprobando la fecha de caducidad de la fruta por si acaso iba yo mismo incluido en el lote. A eso no se puede oponer resistencia. Se acepta o no y seguimos adelante o no. Es lo que hay.

También hoy he visto un nuevo carril para bicicletas fuera de lo común. El ciclista tiene que enfrentarse primero a una papelera y, después, a una farola. ¿Se imaginan ustedes al ciclista en cuestión luchando con la papelera y, seguidamente, subiendo la farola por un lado y bajándola por el otro? Tela marinera. A eso sí hay que resistirse.

Vamos entonces a lo que nos interesa. El Dúo Dinámico ha hecho popular la canción “Resistiré”, desde 1988, aunque sus autores hayan sido Carlos Toro Montoro y Manuel de la Calva. Fue un himno colectivo durante el confinamiento. Sonaba todos los días desde el horizonte de las ventanas. Era un modo de entender aquel momento de varios meses.

Pero, en realidad, vivir en tanto que resistir implica muchas más cosas. Tiene que ver, al menos, con la actitud pasiva de aguantar, soportar, tolerar o sufrir algo, y con la actitud activa de oponerse a la violencia de algo o de alguien. Esta última también se refiere a cualquier cuerpo o fuerza que se opone a otra, que “ofrece resistencia”.

Me parece que, en estos tiempos que corren, es necesario ser resistente frente a diversos procesos de desintegración y de corrosión que provienen de nuestro entorno e incluso de nosotros mismos: resistir a los “narcisos” que creen que sólo existen ellos en el mundo; resistir las alucinaciones de quienes toman por real lo que no lo es; resistir el dogmatismo de quienes se empeñan en dominar a los demás porque sí, porque toca; resistir el fanatismo de quienes viven pegados a sus ideas como las lapas en las rocas de la playa; resistir a los enterados y sabiondos, a los que se aprovechan del poder, a los corruptos. Resistir la “pantallización” del mundo, el servilismo de las redes sociales o el ninguneo de verse como unos “mindundis” en la sociedad global de Big Data.

Vivir en tanto que resistir es lo mismo que no ceder, es decir no a la prepotencia y la retórica vacía, al escaqueo, a los bulos y al estrés informativo, al fatalismo, al absurdo, a la parálisis producida por hacer el ridículo de quién puede mandar más.

Adoptar ese modo de vivir se parece a la resistencia eléctrica que, al resistir el paso de la corriente, da luz y calor. Es un tipo de resistencia que ilumina protegiéndonos de la noche, acercándonos las cosas y haciendo más confortable el espacio que habitamos.

«Nos salvamos por los afectos», decía Ernesto Sábato, pero «la inteligencia es la habilidad de adaptarse a los cambios», como aseguraba Stephen Hawking. Nada tiene que ver con la colocación de papeleras ni de farolas delante de las narices. Un modo de superarlo consiste en resistir lo que nos disgrega, nos desorienta y nos confunde. Pues eso.

«¿Por qué corres, Ulises?»

«¿Por qué corres, Ulises?» 150 150 Tino Quintana

Esta mañana estaba con mi hermano, en el hospital, ante la sala de extracciones. Le llegó el turno a una señora, anciana, que se encontraba sola. Cuando se levantó y se puso a caminar, con unos papeles en una mano y una muleta en la otra, no era capaz dar dos pasos seguidos. Me acerqué y le dije: «cójase de mi brazo» Y ella me dijo: «Muchas gracias, hijo. Estoy muy torpe». Mientras íbamos caminando añadió: «Ya no puedo andar deprisa; además es malo. Hoy la gente corre demasiado».

La obra de teatro de Antonio Gala, ¿Por qué corres, Ulises?, cuenta el regreso de éste a Ítaca, después de muchos años de ausencia, mientras sueña con mantener su vida de héroe. Los prejuicios y la fantasía le harán chocar con la cruda realidad. No fue capaz de estar a solas consigo mismo ni de escuchar su voz interior. Iba siempre corriendo.

Hay un mito griego en el que un joven, llamado Teseo, logra salir de un complejo laberinto recogiendo el hilo de un ovillo que le había dado Ariadna, su amada. Teseo la dejó abandonada en una isla desierta. Sin embargo, su soledad no resultó inútil. Adoptó la forma de una corona de estrellas que guía por la noche a los navegantes.

Hoy debatimos continuamente sobre medidas de contingencia, métricas de años de vida vividos y esperados y cumplidos… población activa, población de riesgo… grupos vulnerables… inmunidad de rebaño… Big Data… algoritmos… reuniones… y, sobre todo, prisas, llenar el tiempo, correr… Todo eso es importante. A veces, incluso urgente. Hay que afrontarlo y gestionarlo. No cabe la menor duda.

Pero también hay un mundo particular, privado, interior y exclusivo de cada uno. Le damos nombres tan diferentes como alma, espíritu, corazón, mente, intimidad… Ahí es donde fruncimos las ideas y tramamos los proyectos, donde acunamos los sentimientos y velamos los recuerdos… Es donde estamos a solas con nosotros mismos. Pero se nos hace cuesta arriba. No nos damos tiempo a nosotros mismos porque nos falta tiempo, porque no nos parece rentable y, a veces, porque tenemos miedo.

En el corazón tenemos muchos hilos que hilvanan la red de nuestra soledad: temores y sospechas, verdades y falsedades, sueños inacabados, amores vividos… Saber que una persona querida piensa en ti, que estás presente en su vida, produce bienestar y seguridad. Esa es, al menos, mi experiencia. La certeza de que alguien nos mira sin vernos o que nos siente sin tocarnos es una especie de hilo de Ariadna que va tejiendo y entretejiendo la vida, llena nuestra soledad y nos ayuda a salir de los propios laberintos.

Decía un personaje de Pío Baroja: «siempre habrá momentos malos que lleguen a tu vida, los buenos tendrás que ir a buscarlos… para llegar lejos en la vida no es necesario correr, lo importante es no detenerse nunca».

Una mano acogedora o un “hilo de Ariadna” pueden guiarnos cuando se hace de noche. Aquella anciana me lo ha recordado hoy, como Antonio Gala, ¿Por qué corres, Ulises?

«¡Ayúdame a mirar!»

«¡Ayúdame a mirar!» 150 150 Tino Quintana

«Vientos, campos y caminos… / distancia…». Así comienza la canción de Alberto Cortez donde describe el paso del tiempo.

Hay muchos tipos de distancias. En nuestra época es frecuente recorrerlas de manera apresurada haciendo cosas continuamente, de manera incansable, como si no hubiera un mañana. Vivimos obsesionados procurando asfixiar los minutos.

Por estas mismas fechas, hace ahora más de dos décadas, Miguel Indurain demostraba durante el Tour de Francia que no había meta que se le resistiera hasta la final de París. ¡Cinco años seguidos! La cuestión era llegar el primero, pero a su debido tiempo. Parece una paradoja, pero no lo es.

La experiencia ─madre de muchas más cosas positivas que negativas─ se encarga de enseñar, tercamente, que siendo lógica la dirección hacia la meta, lo que verdaderamente cuenta es andar, caminar, avanzar, recorrer, o sea, ir. Eso era lo que decía aquella niña a quien preguntaron unos viajeros: «¿Falta mucho?». Y ella dijo: «Falta menos». Porque lo realmente importante, en mi opinión, es el modo de entender la vida que nos transmite el viajero de Eduardo Galeano: «Yo no viajo por llegar, viajo por ir».

Estamos atravesando una época de inquietud, de nerviosismo, de apresuramientos. Son extremadamente necesarias la calma, la serenidad, la paciencia y la mesura. No es fácil. Hay muchos problemas y múltiples necesidades. Urgen soluciones sucesivas y carece de justificación perder el tiempo.

Sin embargo, las prisas siempre han sido malas consejeras. Precipitarse, sin programar ni evaluar, produce numerosas equivocaciones y demasiados errores a cualquiera, en cualquier momento y en cualquier fase de la vida

Tampoco es cosa de atolondrarse y pensar que «un fantasma recorre Europa», o el mundo, remedando lo que decía Carlos Marx. Bueno… fantasma del todo no lo es, pero se le parece. Asusta, intimida y acongoja, por decirlo finamente.

Lo que no nos podemos permitir es negar las evidencias, canonizar la mentira, socializar la ignorancia, oponerse a la ciencia, mercadear con el miedo, ningunear a los demás, descuidar la atención a los más vulnerables, en definitiva, acomodarse, enrocarse, aislarse o medrar a base de emponzoñar la vida personal y colectiva, es decir, andar por ahí haciendo el fantasma y pasar la vida pisando charcos y metiendo el dedo en el ojo ajeno.

Al contrario, utilizando de nuevo palabras de Eduardo Galeano, lo positivo y proactivo es adoptar la actitud de aquel niño que, ante el impacto de ver el mar por primera vez, pidió a su padre: «¡Ayúdame a mirar!».

«Falta menos», decía la niña. Sí. Es cierto. Vamos en una carrera por etapas, pero no es el Tour de Francia. Cuando tenemos la impresión de estar llegando a la meta aparece otra y otra y otra… Detrás de nosotros hay gente que viene avanzando y también quiere llegar. Si no nos movemos colapsamos la meta. Por eso lo importante es “ir” y, mientras vamos yendo, pedirle a alguien, quizá con voz temblorosa: «¡Ayúdame a mirar!».

Me gustaría tener «un corazón de guitarra para cantar lo que siento», como dice Alberto Cortez, pero, al menos, lo intento.

«Perdóname, Manuel, perdóname»

«Perdóname, Manuel, perdóname» 150 150 Tino Quintana

Era temprano, había poca gente por la calle y la mañana era agradable. Al fondo se veía venir por la acera una pareja de personas mayores, una caminando y otra en silla de ruedas. La señora, que empujaba la silla, quiso cruzar la calle sin percatarse de la altura del bordillo y los dos se cayeron al asfalto. Imposible llegar a tiempo.

El señor sangraba algo por una herida que se hizo en la frente. Pesaba muy poco. No hablaba, ni gesticulaba. Parecía tener un alto grado de dependencia. Su esposa se quejaba de una pierna atrapada bajo la silla de su marido. Decía, asustada: «no teníamos que haber salido de casa; perdóname, Manuel, perdóname».

Le dimos una botella de agua y un paquete de clínex y le pusimos la mano en el hombro. Temblaba y repetía sin cesar: «no podemos salir de casa, no puede ser… no puede ser». Y se iban alejando, lentamente, ella empujando y él encogido en su silla de ruedas, mientras se cogían de la mano.

En realidad, algo parecido nos puede suceder a cualquiera y en cualquier momento. Así todo, ¡qué indefenso es el ser humano caído en el suelo! ¡qué impactante es ver a una persona postrada en el asfalto de la calle! ¡qué pequeños somos cuando estamos tirados por tierra, sin fuerzas, sólo a merced de quien quiera acercarse! Es una imagen real, contundente, demoledora, apabullante. Una imagen donde se demuestra, una vez más, que dependemos de otros. Es una evidencia. Por eso sigo sin entender a cuantos andan a sartenazos contra la cuarentena o defienden que la pandemia es una farsa.

Sin embargo, permítanme ustedes una digresión sobre lo ocurrido esa mañana. Aun a sabiendas de que todos podemos pasar por ese trance ─pobreza, paro, violencia, enfermedad… o el bordillo de una acera─ lo más valioso que poseemos, sin duda alguna, es el ser humano mismo. La persona caída, cualquiera que sea y en la situación que sea, sigue siendo un tesoro incalculable, un crédito inagotable, un bien no negociable. Y ese valor sobresale en situaciones de indefensión y debilidad.

El mundo sería más humano si se enfocasen las cosas desde esa perspectiva o, mejor dicho, si se pusiera el objetivo de todas las decisiones en el cuidado y la protección de los seres humanos más frágiles. Hace mucho tiempo que se viene diciendo esto, pero no está de más recordarlo.

La dirección correcta no es la que va hacia el propio yo o hacia el propio grupo o la propia nación o el propio continente, sino la que va dirigida hacia los otros y, en particular, hacia los que están tirados en el suelo sin su culpa. Aquella pareja de ancianos representa a los descartados, a las víctimas.

Deberíamos cambiar el rumbo. Estamos yendo en dirección contraria, lo cual no es sólo contraproducente y delictivo. Es un modo de actuar y de pensar obtuso, cruel, inmoral. No se trata de bendecir la desgracia y el dolor. Aquí se trata de una cuestión de justicia, puesto que sin justicia no hay sociedad ni humanidad.

Sin embargo, habría que ir más allá diciendo que no hay justicia sin perdón. Somos imperfectos, tenemos carencias y cometemos errores que nos impiden ver, nos encastillan y nos quitan la paz. Identificarlos, asumirlos y procurar evitarlos ayuda a superar los bordillos de las aceras. «Perdóname, Manuel, perdóname», decía la señora ¡Malditos bordillos! ¡Significan tantas cosas!

Te llevaré a casa

Te llevaré a casa 150 150 Tino Quintana

Había habido tormenta y mucha lluvia. El camino estaba lleno de barro. Mi madre me dijo: «Dame la mano y luego pon los pies detrás de mí, donde pongo los míos». Muchos años después, vuelvo a caer en la cuenta de lo que significa sentir la confianza de ser guiado por alguien que te ofrece seguridad, cobijo y protección. Al mismo tiempo, las manos y los pies de mi madre me daban conocimiento, orientación y sentido. Me regalaban sabiduría.

Pedro Salinas lo dice así: «Qué alegría, vivir / sintiéndose vivido. / Rendirse / a la gran certidumbre, oscuramente, / de que otro ser, fuera de mí, muy lejos, / me está viviendo… Que hay otro ser por el que miro el mundo / porque me está queriendo con sus ojos / … que este vivir mío no era sólo / mi vivir: era el nuestro…».

Vivimos días de incertidumbre y desorientación y, a la vez, experimentamos la necesidad del conocimiento y de la sabiduría para encontrar direcciones. Me viene aquí a la memoria la canción El camino a casa (The road home), con música de Stephen Paulus y letra de Michael Dennis Browne. Hay una excelente interpretación en VOCES8.

A mi modo de ver, todos, de una u otra manera, como en esa canción, estamos buscando caminos que hemos abandonado o perdido hace tiempo y que nos podrían llevar a casa. Hemos soportado vientos, lluvias, hemos tenido sueños de los que nos hemos despertado al amanecer, hemos oído llamadas para mostrarnos el camino. Quizá lo realmente decisivo sea encontrar a alguien o ser capaces de decir a alguien, como en la canción, «Levántate, sígueme / Ven, es la llamada … / Te llevaré a casa [I will lead you home]».

También es cada vez más frecuente la convicción de quienes creen que somos los actores de un teatro global. La obra que se representa es una tragedia sobre las grandes contradicciones de la existencia: sonrisas y lágrimas, presencia y ausencia, sociabilidad y confinamiento, salud y enfermedad, vida y muerte. Sólo falta una pizca de sorna e ironía para hacer subir a los payasos al escenario. Al fin y al cabo, después de abrir las puertas y de buscar por todas partes, después de estar esperando y de pensar que queríamos las mismas cosas, resulta que vuelven los brotes del virus, se encienden las alarmas… volvemos a las andadas… Sólo nos falta decir, sin perder la compostura, pero con cierta guasa, algo de lo que cantaba Frank Sinatra: «Es que no te gusta la farsa? … / Pensé que querrías lo que yo quiero / Lo siento, cariño / Pero ¿dónde están los payasos? … / Envía adentro los payasos [Send in the clowns]» El asunto no es para tomárselo a broma, desde luego. Sin embargo, ¿estará sucediendo algo de esto hoy?

Uno de los personajes de la Eneida, llamado Métabo, padre de una niña de pocos días, ante el peligro que suponía atravesar con ella en brazos un ancho y peligroso río, la ató a una jabalina olímpica y la lanzó a la otra orilla. La niña se salvó. La pandemia es una especie de río caudaloso que debemos sortear. La riada ya ha arrastrado consigo a muchos. Demasiados. No sabemos con exactitud lo que hay al otro lado, aunque nos aseguran que el terreno no está anegado. Por mi parte, desearía que pudiéramos encontrar allí a alguien que nos ofrezca la mano y nos diga, como mi madre: «Pon tus pies donde yo voy pisando… te llevaré a casa». Ojalá sea así. Nunca lo olvidaré.

Metáforas

Metáforas 150 150 Tino Quintana

«¡El mar! ¡El mar!». Así gritaban los griegos cuando llegaron a la costa después de recorrer una enorme distancia desde tierras persas. El propio Jenofonte cuenta, en su Anábasis, que él mismo corría con sus compañeros hasta lo alto de la colina donde estaban los demás, «abrazados unos a otros, con lágrimas en los ojos», mientras gritaban «¡Thalassa! ¡Thalassa! ¡El mar! ¡El mar!». Habían vivido a la intemperie, expuestos a peligros, padeciendo carencias, confusos, desorientados, dispersados en una geografía hostil y ante gentes desconocidas. El mar era lo que esperaban ver. Estaban llegando a casa.

Aquella marcha de los griegos es una metáfora de lo que supone caminar en tiempos de pandemia a través de ciudades vacías, relaciones extrañas, ancianos aislados, conductas irresponsables, cifras terroríficas de muertos y contagiados… También constatamos necesidades básicas: el cuidado, las normas colectivas, la protección de los más débiles, la común fragilidad y vulnerabilidad, la interdependencia… Es una lección global de humildad. Una larga marcha donde hemos vivido la sensación de haber perdido el horizonte o de haberse empañado. Los griegos de entonces nos enseñaron la importancia de caminar juntos, incluso a la intemperie, y hacerlo con una finalidad. Si no hay rumbo nos perdemos, nos disgregamos.

Así mismo, su entusiasmo cuando llegaron al mar es otra metáfora de estos tiempos difíciles. Era insostenible caminar sin llegar a ninguna parte. Era agotador. Ahora se acercaban a casa y los acontecimientos comenzaban a encontrar su sitio. No podían seguir así. Volvían al centro desde el que se ordenan las cosas. Volvían a casa.

La casa física es mucho más que una construcción y varios tabiques. Lo hemos comprobado en el confinamiento. Representa un centro que no es geométrico ni geográfico ni político, es un centro existencial: reúne y orienta. Lo dice muy bien Josep Maria Esquirol, en su libro La resistencia íntima. Ensayo de una filosofía de la proximidad. La imagen de las manos juntas y abiertas hacia abajo simbolizan el tejado de la casa, y las manos hacia arriba representan la petición, la hospitalidad y el don. Igual que la vida diaria. Las manos, puestas así, sugieren que la existencia adquiere sentido desde la casa que es el otro. Son los otros quienes nos ponen a cubierto y a quienes acudimos pidiendo ayuda porque son el hogar originario. Pedro Salinas lo describe así: «Las manos son muy grandes y se puede / dejar a un ser entero en unas manos».

Pero hay otra metáfora que puede ser útil para entender el tiempo actual. Es la de Ítaca, la isla griega, patria de Ulises, cuyo largo regreso de veinte años, después de la guerra de Troya, narra Homero en la Odisea. Estamos aquí ante un viaje que es más importante que la llegada, un viaje protagonizado por cada uno de nosotros.

Todos tenemos una Ítaca. Lo importante del viaje es la experiencia de afrontar juntos las dificultades, vencer a cíclopes, lestrigones y a nuestros demonios particulares que entorpecen los pasos y nublan la mente. Lo más valioso es aprender, hacernos sabios mientras caminamos. No hay por qué acelerarse. Ítaca no es la meta, es el motivo y el inicio de un viaje inacabable. Así lo ha contado Constantino Cavafis en versos magistrales:

«Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.

»No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.

»Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.

»Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes.

»Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes sensuales,
cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.

»Ten siempre a Ítaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Ítaca te enriquezca.

»Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas».

Profesores y poetas

Profesores y poetas 150 150 Tino Quintana

Hace varias semanas que dos antiguos compañeros y queridos amigos me enviaron dos vídeos que no tienen desperdicio. Uno es de un profesor de literatura y otro de un poeta. Por eso estas líneas llevan el título “Entre profesores y poetas”.

Nuccio Ordine, profesor de Literatura Italiana en la Universidad de Calabria, Italia, pone el foco, como suele decirse hoy, en diversas cuestiones de actualidad:

«El contacto con los alumnos en el aula es lo único que puede dar sentido a la enseñanza y a la propia vida del docente. ¿Cómo podré leer un texto clásico sin mirar a los ojos de los estudiantes, sin reconocer en sus rostros los gestos de desaprobación o de complicidad?

»Las aulas, sin la presencia de los alumnos y de los enseñantes, se volverían espacios vacíos, privados del soplo vital. Los estudiantes no son recipientes para ser llenados de nociones. Son seres humanos que necesitan, igual que los profesores, dialogar, reconocerse en la experiencia vital de estar juntos para aprender.

»A los jóvenes, hoy, no se les pide que estudien para mejorar, para hacer del conocimiento un instrumento de libertad, de crítica, de compromiso civil. No. No. A los jóvenes se les pide que estudien para aprender un oficio y ganar dinero.

»Se está perdiendo la idea de la escuela y de la universidad como una comunidad donde se forman los futuros ciudadanos, que podrán ejercer su profesión con una fuerte convicción ética y un profundo sentido de la solidaridad humana.

»En estos meses de confinamiento, estamos dándonos cuenta de que las relaciones humanas, no las virtuales, están transformándose cada vez más en un artículo de lujo … Estamos olvidando que sin la vida comunitaria, sin los rituales que regulan los encuentros entre profesores y alumnos, en las aulas, no puede haber ni transmisión del saber ni formación auténtica.

»Ninguna plataforma digital, ninguna, puede cambiar la vida de un estudiante. Sólo los buenos profesores pueden hacerlo.»

Léopold Sédar Senghor (1906-2001), fue un poeta senegalés que llegó a la Jefatura del Estado de Senegal, además de ser catedrático de gramática, ensayista y miembro de la Academia francesa. Uno de sus poemas dice así:

«Querido hermano blanco,
cuando yo nací, era negro,
cuando crecí, era negro,
cuando estoy al sol, soy negro,
cuando estoy enfermo, soy negro,
cuando muera, seré negro.

En tanto que tú, hombre blanco
cuando tú naciste, eras rosa,
cuando creciste, eras blanco,
cuando te pones al sol, eres rojo
cuando tienes frío, eres azul
cuando tienes miedo, te pones verde,
cuando estás enfermo, eres amarillo,
cuando mueras, serás gris.

Así pues, de nosotros dos,
¿Quién es el hombre de color?».

 

Eran sólo 1,20 euros

Eran sólo 1,20 euros 150 150 Tino Quintana

Esta misma mañana, mientras iba en el autobús municipal, ese donde me ceden el asiento y veo el panorama de otro modo, subió una chica con su hijo pequeño. Eran latinoamericanos. La madre no disponía de la cantidad exacta de dinero para el billete. Preguntó en alta voz si alguien disponía de cambio. Yo me levanté para abonarles el viaje con mi tarjeta de bonobús con tan mala fortuna de que cuando la pasé por la pantalla de los tiques dio señal de haber gastado el último viaje. Tampoco tenía dinero suelto para darle la cantidad exacta: 1,20 euros. El niño no pagaba. Me acerqué al conductor y me repitió que no tenía cambio. Entonces, la chica elevó de nuevo su voz: ¿Alguien tiene cambio de 10 euros? ¿Alguno de ustedes puede cambiarme el billete? El conductor guardaba silencio. El reloj parecía haberse detenido. Me levanté a mirar. Seríamos unos treinta pasajeros. Nadie dijo nada, y nadie miraba a la chica de frente. Todo el mundo se hacía el despistado. El niño preguntó: ¿qué pasa, mami? ¿Nadie nos ayuda? La chica, entonces, tomó al niño de la mano y se bajaron del autobús. Se sentaron en el asiento de la parada y comenzaron a llorar. Sólo eran 1,20 euros.

Hice lo que estaba en mi mano por ayudar, pero cuando me puse en pie tampoco dije nada. El silencio puede ser también una manera de ocultar las propias vergüenzas y, en el fondo, los prejuicios sociales. Hacer simplemente lo correcto equivale, en estas ocasiones, a mostrar lo groseramente incorrecto. Así nos luce el pelo a los listillos de Occidente que, con la mayor corrección, callamos ante el hecho de que el 90% de los recursos sanitarios se dedican a investigar las enfermedades que afectan al 10% de la población mundial, la del “Primer Mundo”, mientras que sólo un 10% de esos recursos se dedican a investigar las enfermedades que afectan al 90% de la población que está en el “Tercer Mundo” o, mejor dicho, en el «Último Mundo». Los recursos no dan para tanto en tiempos de pandemia, pero sí para comprar casi todo el stock mundial de remdesivir por lo que pueda pasar (¡¡!!).

Socialmente, como colectivo, no hemos cambiado prácticamente nada. Seguimos teniendo los mismos problemas y dilemas éticos de los hombres de Altamira, aunque, en mi tierra, es mejor decir los de Tito Bustillo, en Ribadesella, para que ustedes vengan a verlo. Aquello de que somos gente solidaria, capaz de cuidar de nosotros mismos y de los más vulnerables, se parece a la historia de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, donde la realidad se confunde con la fantasía. El virus nos ha hecho caer a todos por un inmenso agujero hasta un lugar donde nos hemos observado fascinados por la sonrisa y la exigencia de ser buenos ciudadanos. Parecía incluso que iba a surgir una nueva sociedad y que volveríamos a ser todos mejores. ¡Mentira podrida! ¡Falso!

Lo voy a decir de otra manera para quedar a gusto conmigo mismo. Sigo manteniendo la convicción de que es necesario mantener la confianza en el ser humano. Si no fuera así, habría que cerrar el negocio, y tendría razón el Libro de miseria de omne, de finales del siglo XIII, para quien todo era degradación y desastre. De haber sido así, nada hubiera merecido la pena, nada tendría valor ahora ni mañana. Pero sabemos por experiencia que no es todo así, ni mucho menos. El enorme esfuerzo intelectual, emocional, técnico y moral, que se ha derrochado en esta pandemia, demuestra justo lo contrario.

Hoy disponemos de una enorme cantidad de información en red. Nunca había sucedido nada igual. Pero tener mucha información no equivale matemáticamente a tener conocimiento y sabiduría. Si el crecimiento exponencial de la ciencia y de la técnica no va parejo al crecimiento en actitudes, al desarrollo de la razón cordial, al movimiento del corazón, es decir, si el tratamiento de la información no es proporcional al conocimiento ético, a la disposición proactiva de mejorar las relaciones humanas, de cultivar la fortaleza, la firmeza y la generosidad que reclamaba Baruch Espinosa para vivir éticamente, si no es así, estamos haciendo una farsa. El papel soial que desempeñamos correctamente esconde lo que somos. Basta una madre y su niño en un autobús cualquiera para desenmascararnos.

En el fondo todos somos humanos, pero no acabamos de agarrar lo humano con las manos. No llegamos a Lo humano, demasiado humano, de Friedrich Nietzsche. Me resulta engorroso citar a este hombre, pero decía verdades como puños. Tiene que llegar el momento de superar la ética del statu quo, la ética de un confortable bienestar, de regodearse en el sufrimiento, de instalarse bajo la compasión, de no mover un dedo para cambiar de posición, de pensar siempre como los que mandan porque se les concede la razón sin discutir, de tranquilizar la conciencia por estar suscritos a una ONG, de edulcorar la soledad de nuestros muertos ante el peligro de contagio, de aplaudir a los sanitarios por las ventanas y acordarse de su familia pasado mañana mientras se olvida su protección y su mejora laboral, etc., etc.

Presumimos de una ética centrada en la gratitud, la reciprocidad, la solidaridad y el respeto, mientras pasamos la vida produciendo ingratitud, partidismos, insolidaridad y desprecio. ¡Y continuamos tropezando en la misma piedra! Tenemos una doble moral institucionalizada, pacíficamente socializada, una moral en la que estamos “tan agustito”, o sea, tan ricamente.

Y sólo eran 1,20 euros. Mientras tanto, la madre y el niño lloraban. Era suficiente con verlos llorar. Era tremendo. Era un grito sin palabras. Eran tan sólo 1,20 euros.

El tiempo, la vida y Adriano

El tiempo, la vida y Adriano 150 150 Tino Quintana

Estos meses de pandemia, alarma, confinamiento e infomedia, se están haciendo largos y, a la vez, corren como el viento. Hace poco estábamos en invierno y, de repente, nos encontramos a las puertas del verano. Han sido días diferentes de los de otras épocas de la vida, días “raros”, pero están pasando a toda velocidad. Parecen un suspiro.

Recuerdo, al respecto, el modo de vivir la duración del tiempo durante la infancia. Parecía, entonces, que el tiempo estaba suspendido, detenido, como si el reloj estuviese parado o los días casi no se contaran. En mi caso, además, me dedicaba a subir y bajar en coche el puerto de Pajares desde la cocina de mi casa, me empeñaba en clavar puntas de acero en el suelo de madera de mi propia habitación y rompía a llorar como un perdido cuando escuchaba cantar a mis padres. Años después, levantar el suelo de mi habitación resultó ser toda una proeza, pude subir y bajar realmente el Pajares y el riego de lágrimas ante mis padres me llevó casi a ser músico.

Luego, en la adolescencia y la juventud, los minutos pueden convertirse en horas y las horas adoptar la rapidez de los segundos. A ello hay que añadir que en esa etapa de la vida tenemos la sensación de poder con el mundo entero y de que hasta lo podemos llevar a cuestas. Y, de ahí en adelante, los meses y los años van pasando a una velocidad de vértigo. He vivido con frecuencia la sensación de que los días tenían menos de veinticuatro horas. Siempre faltaba tiempo para hacer cosas. Tenía razón Goethe cuando hacía decir a su Fausto que «al principio era la acción». La vida es acción constante, puro movimiento. 

Con el paso de los años he utilizado la reflexión interior, la presencia de los demás, los libros y la música, como referencias para evaluar mi vida. Ustedes tendrán esas u otras, pero siempre hay alguna. Son decisivas para sostener las emociones, los sentimientos, los conceptos y las ideas que dan un sentido a la vida. Adriano ya utilizaba esos criterios, según lo plasmó la exquisita pluma de Marguerite Yourcenar en sus Memorias de Adriano. A la sombra de su gran figura me atrevo a decir que he dedicado mucho tiempo a «buscar las razones de ser, los puntos de partida, las fuentes» de mis ideas y de mis actos, y esto aún no se ha acabado. Es difícil resumir la vida en una frase. Decía Adriano, «lo que no fui es quizá lo que más ajustadamente define» la vida.

Aquel ilustre romano, probablemente oriundo de la Itálica española, estaba convencido de que la tríada «Humanidad, Felicidad y Libertad» eran mucho más que palabras inscritas en las monedas de su imperio. A mi juicio, cualquier forma de inhumanidad, infelicidad y esclavitud, devalúa por completo el valor de aquellas monedas de Adriano y desprecia al ser humano concreto, el «de carne y hueso … el que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano», tal como decía Miguel de Unamuno.

El Macbeth de William Shakespeare decía que «La vida es una sombra, un histrión que pasa por el teatro y que se olvida después, la vana y ruidosa fábula de un necio». Pedro Calderón de la Barca, en La vida es sueño, dejó escrito: «¿Qué es la vida? Un frenesí. / ¿Qué es la vida? Una ilusión, / una sombra, una ficción, / y el mayor bien es pequeño: / que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son». También Juan Ramón Jiménez, en Eternidades, dice algo parecido: «Soy como un niño distraído / Que arrastran de la mano / Por la fiesta del mundo. / Los ojos se me cuelgan tristes / De las cosas… / ¡Y qué dolor cuando me tiran de ellos!».

Son versos tan reales como tristes. ¿Hemos nacido sólo para corretear entre títeres? ¿Somos actores de una fábula de cínicos? ¿Tanto nos duelen los ojos por mirar las cosas de la vida? ¿Para qué comprometerse por la justicia? ¿De qué han servido hasta ahora los muertos? Son temas «humanos», como los de Sócrates, y dan qué pensar.

Yo prefiero hacer otra propuesta parafraseando de nuevo palabras de Adriano: «en medio de tantas máscaras, en el seno de tantos prestigios, no puedo olvidarme de la persona humana», es decir, no puedo caer en el error fatal de olvidarme de mi mismo: del joven, del adulto, del “mayor” que ve ahora el panorama desde el asiento del bus municipal, como decía aquí mismo hace unos días, y también de aquel niño que subía montañas desde la cocina de su casa, clavaba como una fiera docenas de puntas cada semana y lloraba a moco tendido cuando se ponían sus padres a cantar. La música, los libros, la presencia de los demás y la reflexión interior han sido hasta hoy las referencias para evaluar el tiempo de mi vida. En mi caso funcionan ¿Cuáles son las de ustedes?

Tino R. Quintana

Profesor de Ética, Filosofía y Bioética (Jubilado)
Oviedo, Asturias, España

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