• Ha llegado usted al paraíso: Asturias (España)

Actualidad

Sucesos que atraen la atención por su impacto en la escena de la vida cotidiana u otros temas relevantes de carácter cultural, científico o humanístico referentes a la vida.

El tiempo, la vida y Adriano

El tiempo, la vida y Adriano 150 150 Tino Quintana

Estos meses de pandemia, alarma, confinamiento e infomedia, se están haciendo largos y, a la vez, corren como el viento. Hace poco estábamos en invierno y, de repente, nos encontramos a las puertas del verano. Han sido días diferentes de los de otras épocas de la vida, días “raros”, pero están pasando a toda velocidad. Parecen un suspiro.

Recuerdo, al respecto, el modo de vivir la duración del tiempo durante la infancia. Parecía, entonces, que el tiempo estaba suspendido, detenido, como si el reloj estuviese parado o los días casi no se contaran. En mi caso, además, me dedicaba a subir y bajar en coche el puerto de Pajares desde la cocina de mi casa, me empeñaba en clavar puntas de acero en el suelo de madera de mi propia habitación y rompía a llorar como un perdido cuando escuchaba cantar a mis padres. Años después, levantar el suelo de mi habitación resultó ser toda una proeza, pude subir y bajar realmente el Pajares y el riego de lágrimas ante mis padres me llevó casi a ser músico.

Luego, en la adolescencia y la juventud, los minutos pueden convertirse en horas y las horas adoptar la rapidez de los segundos. A ello hay que añadir que en esa etapa de la vida tenemos la sensación de poder con el mundo entero y de que hasta lo podemos llevar a cuestas. Y, de ahí en adelante, los meses y los años van pasando a una velocidad de vértigo. He vivido con frecuencia la sensación de que los días tenían menos de veinticuatro horas. Siempre faltaba tiempo para hacer cosas. Tenía razón Goethe cuando hacía decir a su Fausto que «al principio era la acción». La vida es acción constante, puro movimiento. 

Con el paso de los años he utilizado la reflexión interior, la presencia de los demás, los libros y la música, como referencias para evaluar mi vida. Ustedes tendrán esas u otras, pero siempre hay alguna. Son decisivas para sostener las emociones, los sentimientos, los conceptos y las ideas que dan un sentido a la vida. Adriano ya utilizaba esos criterios, según lo plasmó la exquisita pluma de Marguerite Yourcenar en sus Memorias de Adriano. A la sombra de su gran figura me atrevo a decir que he dedicado mucho tiempo a «buscar las razones de ser, los puntos de partida, las fuentes» de mis ideas y de mis actos, y esto aún no se ha acabado. Es difícil resumir la vida en una frase. Decía Adriano, «lo que no fui es quizá lo que más ajustadamente define» la vida.

Aquel ilustre romano, probablemente oriundo de la Itálica española, estaba convencido de que la tríada «Humanidad, Felicidad y Libertad» eran mucho más que palabras inscritas en las monedas de su imperio. A mi juicio, cualquier forma de inhumanidad, infelicidad y esclavitud, devalúa por completo el valor de aquellas monedas de Adriano y desprecia al ser humano concreto, el «de carne y hueso … el que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano», tal como decía Miguel de Unamuno.

El Macbeth de William Shakespeare decía que «La vida es una sombra, un histrión que pasa por el teatro y que se olvida después, la vana y ruidosa fábula de un necio». Pedro Calderón de la Barca, en La vida es sueño, dejó escrito: «¿Qué es la vida? Un frenesí. / ¿Qué es la vida? Una ilusión, / una sombra, una ficción, / y el mayor bien es pequeño: / que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son». También Juan Ramón Jiménez, en Eternidades, dice algo parecido: «Soy como un niño distraído / Que arrastran de la mano / Por la fiesta del mundo. / Los ojos se me cuelgan tristes / De las cosas… / ¡Y qué dolor cuando me tiran de ellos!».

Son versos tan reales como tristes. ¿Hemos nacido sólo para corretear entre títeres? ¿Somos actores de una fábula de cínicos? ¿Tanto nos duelen los ojos por mirar las cosas de la vida? ¿Para qué comprometerse por la justicia? ¿De qué han servido hasta ahora los muertos? Son temas «humanos», como los de Sócrates, y dan qué pensar.

Yo prefiero hacer otra propuesta parafraseando de nuevo palabras de Adriano: «en medio de tantas máscaras, en el seno de tantos prestigios, no puedo olvidarme de la persona humana», es decir, no puedo caer en el error fatal de olvidarme de mi mismo: del joven, del adulto, del “mayor” que ve ahora el panorama desde el asiento del bus municipal, como decía aquí mismo hace unos días, y también de aquel niño que subía montañas desde la cocina de su casa, clavaba como una fiera docenas de puntas cada semana y lloraba a moco tendido cuando se ponían sus padres a cantar. La música, los libros, la presencia de los demás y la reflexión interior han sido hasta hoy las referencias para evaluar el tiempo de mi vida. En mi caso funcionan ¿Cuáles son las de ustedes?

Siéntese, por favor

Siéntese, por favor 150 150 Tino Quintana

Ya no recuerdo cuándo dejaron de llamarme “niño” o “guaje” o “guajín”, como decimos en Asturias. La primera vez que me llamaron “caballero”, en lugar de “chico” o “chaval”, pillé un mosqueo considerable. La siguiente vez que me dijeron “señor”, en lugar de “caballero”, el tema se volvió complicado. Pero el día en que me cedieron el asiento del autobús, diciendo “siéntese, por favor”, la cosa se puso muy seria. Así que niño, chico, caballero, señor, “siéntese” …

Sin embargo, antes de ir sentado en el autobús municipal, dediqué muchas energías a la investigación. Aprendí a ser “ratón de biblioteca”, una expresión que hizo popular a mediados del siglo XIX Carl Spitzweg en su obra Der Bücherwurm (Ratón de biblioteca). Fue una verdadera gozada. No me había dado cuenta de que sabía tan pocas cosas, ni de que apenas se puede decir casi nada nuevo. Además, en caso de decir algo, dependes por completo de lo que ya han dicho otros. Para pensar hay que dialogar.

Viví entonces entregado a descifrar una serie de temas relacionados con “la lucha por la vida” en un determinado período histórico y con unos resultados que aquí no procede exponer. Me llamó, entonces, la atención el hecho de que, con ese mismo título, había publicado Pio Baroja una famosa trilogía suya (La busca, Mala hierba y Aurora roja), cuyo personaje principal, Manuel, pasa la vida luchando por vivir con un sentido que no consigue alcanzar. Hay varios comentarios suyos que jamás olvidaré: «siempre habrá momentos malos que lleguen a tu vida, los buenos tendrás que ir a buscarlos … para llegar lejos en la vida no es necesario correr, lo importante es no detenerse nunca». 

Pero hubo algo más hondo que confirmó intuiciones anteriores. Al margen de su composición genética o química, la vida es la vida de cada ser vivo singular. Y la vida humana es la vida de cada ser humano con nombre propio, pero no porque posea nombre sino porque es irrepetible. La vida humana, además, está a la intemperie. Por eso es vulnerable e interdependiente. Esto es un hecho empírico. Covid-19 lo está demostrando hasta la saciedad.

Con el paso de los años fui identificándome con versos de Pablo Neruda: «Me gusta cuando callas porque estás como ausente… / Y me oyes desde lejos y mi voz no te alcanza: / Déjame que me calle con el silencio tuyo… / Una palabra entonces, una sonrisa bastan…»

Volviendo al principio. La verdad es que desde el asiento del autobús municipal se ve el panorama de otra manera. Aquel “siéntese, por favor”, fue decisivo. Hay cosas que antes parecían insignificantes y ahora adquieren valor, como la palabra, el silencio, la sonrisa, la mirada. Hacen el mundo más humano, un término éste nada fácil de definir, por cierto, pero nos entendemos ¿verdad que sí?

 

Recuerdos del futuro

Recuerdos del futuro 150 150 Tino Quintana

Antes de arropar y de apagar la luz a mis hijos por las noches, cuando eran todavía unos niños, me decían: «te quiero, te cariño y te beso», «te quiero muchísimo del amor». Son palabras que hoy siguen narrando un mundo tan real como mágico, una época pasada que perdura aquí y ahora, porque la sigo llevando en las alforjas de mi vida. Es un lenguaje que me trae el recuerdo de la riqueza de los gestos humanos, el que se utiliza en esa especie de tiempos sin tiempo, cuando «las cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo», como se dice en las primeras líneas de Cien años de soledad.

Conozco dos novelas que llevan el título de Recuerdos del futuro. Una es del suizo Erich Von Däniken y la otra de Siri Hustvedt, Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2019. Me interesa esta última, que nos habla de cómo nuestro pasado moldea de algún modo lo que somos y seremos. A lo largo de estos días de confinamiento he dedicado tiempo a revivir el pasado, igual que habrá hecho usted que ahora está leyendo estas líneas.

Cuando era niño, hace muchos años, me llevaba mi madre café en un vaso de latón al despertarme por la mañana. Después salía para la escuela. Entonces se iba a la escuela, no al “cole”. Es lo mismo, pero tampoco es lo mismo, aunque esa explicación tenga algo de la “lógica borrosa” o difusa de Lotfi Asker Zadeh. Pude conservar aquel vaso durante un tiempo, pero lo perdí. Algo parecido sucede a cualquiera que guarde una antigua foto, un libro dedicado, una firma, un anillo. Quizá no sea verdad del todo eso de que las palabras las lleva el viento. Los símbolos hablan. Por cierto, los virus también tienen su lenguaje, vienen del pasado, fastidian el presente y condicionan el futuro de todos.

Me han venido también a la memoria figuras tan ilustres como Abelardo, Averroes, Maimónides, perseguidos por sus ideas. Un cristiano, un árabe y un judío, que hablan de la tolerancia activa, del respeto a todos los dioses, de la fuerza de la razón y de la cordialidad de la justicia. La Córdoba medieval, por ejemplo, era toda una demostración de la convivencia pacífica entre diferentes. De nuevo el pasado ilumina la actualidad. Las palabras sabias y sinceras siempre superan el aparente triunfo del silencio provocado por la represión; siempre pasan por encima de la engañosa victoria de las hogueras que pretenden silenciar con fuego a los herejes de turno.

Y todo lo anterior me trae la imagen inolvidable de Eneas, llevando a su padre Anquises a cuestas, camino del destierro. Se puede ver al final del segundo libro de La Eneida, de Virgilio. Es una imagen intemporal, enternecedora, profundamente humana y completamente actual. Vamos juntos hacia el mañana. Nos acompañan certezas, incertidumbres y elevadas dosis de “lógica difusa”. Pero procuramos llevar a cuestas a cuantos no son capaces de continuar caminando por sí mismos. La vida no se entiende sin sentir su peso sobre las propias espaldas.

Haríamos el más completo ridículo si creyéramos que el futuro es únicamente cosa de los vivos o de los que nos consideramos, equivocadamente, útiles y “normales”. En el abultado fardo de la experiencia llevamos, además, el recuerdo de nuestros propios muertos, incluidos los millares de la pandemia de quienes hacemos memoria estos días. Los muertos son el humus de la historia. Tejen el tiempo con sus cenizas, nos dan los mimbres para seguir construyendo la vida y confirman la experiencia de que el amor es más fuerte que la muerte.

El paso del tiempo, ese aliado de las arrugas y del cronómetro, es imparable, inexorable. Igual que mis coetáneos, yo he sido testigo de acontecimientos únicos: la revolución de Cuba, la llegada del hombre a la luna, el concilio Vaticano II, el mayo del 68 francés, la marcha de los derechos civiles en Washington, la llegada de la democracia española, la revuelta de Tiananmen, la caída del muro de Berlín, la desintegración de la URSS, las olimpiadas de Barcelona, la elección de Mandela como presidente de Sudáfrica, la revolución informática, la pandemia de Covid-19, y, por desgracia, mucho terrorismo, mucha guerra y mucha violencia. Hago mías las palabras de Julio Anguita: «Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen».

«Te quiero, te cariño y te beso», «te quiero muchísimo del amor». ¡Qué bien siguen sonando! ¡Cuántas cosas evocan! ¿Sentimentalismo o romanticismo? Vale. Son mis recuerdos del futuro. Hay cosas mucho más valiosas en la vida que virus contagiosos.

 

 

«La peste»

«La peste» 150 150 Tino Quintana

Ya no aplaudimos o, al menos, no aplaudimos como antes. Últimamente hay quienes se dedican más a golpear cazos y sartenes, pero tiene que haber de todo en el mundo, como decía mi padre. Desconocemos el grado de impacto social que tendrá en fechas próximas ese tipo de cacofonía. Siempre hubo gente a quien le gusta ese tipo de percusión, aunque no vaya al ritmo de la orquesta. A mí no me gusta. Prefiero hacerlo escribiendo lo que siento y lo que pienso, por ejemplo. La cuestión no reside en dar fuerte el siguiente sartenazo, sino en argumentar con modestia lo que se dice.

Repasando estos días lecturas antiguas me detuve en La peste de Albert Camus. Escéptico, descreído y hasta mordaz o agresivo con la vida, el Nobel de Literatura de 1957 describe la pandemia como una metáfora de la actualidad. La figura más luminosa es Rieux, el médico, una figura con luz propia como hoy la vemos en todos los profesionales sanitarios. A su lado había otros personajes más complejos: un activista (Tarrou), un delincuente (Cottard), un funcionario (Grand), un juez (Othon) o un sacerdote católico (Paneloux).

Cada uno de ellos opta también por poner su vida en peligro para luchar contra la enfermedad. Tenían diversos motivos: morales, familiares, religiosos e incluso inexistentes o difíciles de entender. La buena voluntad y el buen corazón los unía ante la verdadera epidemia, que no era la procedente de un bacilo o de un virus, sino la que «cada uno lleva en sí» y de la que «nadie está indemne»: la fragilidad, la vulnerabilidad, el paso irremediable del tiempo, la finitud y la limitación, la muerte… y la continuidad de la vida.

Lo que a mi juicio no debemos hacer es prenderle fuego a todo para incendiarlo, entre otras razones porque es bastante suicida y no hay por qué ponerse así. Quizá alguna vez, llevados por alguna ofuscación, desearíamos hacer como La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, Lisbeth Salander, la protagonista de la novela de Stieg Larsson, para quien la vida era como una serie de capítulos que se iniciaban con una ecuación matemática.

Hoy ocurre algo parecido: estamos ante una serie sucesiva de problemas que necesitan solución. Y deberíamos hacerlo juntos. Tan absurdo sería echar una cerilla a la gasolina como rechazar a un infectado dándole en la cabeza con La consolación de la filosofía de Boecio, por ejemplo. Tan absurdo es querer quemarlo todo como resolver problemas acudiendo a discursos metafísicos sin contar de hecho con los demás.

Es probable que hayan acabado los aplausos (tampoco sería especialmente grave), pero podemos hacer mucho más que lamentarnos. Recuerdo a ese respecto una ocurrencia de Mafalda cuando pasaba a su lado un señor mayor, con traje y corbata, que se estaba cruzando con un chico tatuado, con barbas, sandalias, pantalones a rayas y largas extensiones de pelo: «¡¡Esto es el acabóse!!» decía el señor, mientras miraba huraño al joven, a lo que Mafalda respondió: «No exagere, hombre. Esto es el continuose del empezóse de ustedes». Nos incumbe también a todos hacer aportaciones para salir de esta situación. Cada uno desde su lugar.

Lo que no parece de recibo es ignorar cosas que debemos saber. Eso sería lo mismo que incurrir en La conjura de los necios, de J.K. Toole, porque la actitud de hacerse los despistados, con la que está cayendo, es propia de necios, más frecuente de lo que parece.

Lo que sí es evidente, desde que ha llegado Covid-19, es que todos, sin excepción alguna, estamos siendo puestos a prueba en todos los aspectos: personal, familiar, sanitario, económico, social, político, local, regional, nacional, continental, global. Este gigantesco examen colectivo revela nuestro talante y nuestro talento y, sobre todo, otra actitud que quiero resaltar: la de no levantar la vista, no mirar a lo lejos, al horizonte o, dicho de otro modo, empeñarse tercamente en cultivar el provincianismo.

Eso sucede cuando vivimos tan apegados a la mentalidad y a las costumbres del entorno particular que no somos capaces de ver lo que hay más allá. Basta un mapamundi o un libro de historia o un Google Earth para caer en la cuenta de que no estamos solos, de que en este mundo hay otros, muchísimos otros. Y si al lector le cuesta trabajo admitirlo sería suficiente con que leyera Viajes con Heródoto de R. Kapuscinsky.

La peste de Albert Camus era un aviso contra el mal, pero, sobre todo, era saber que contra ese mal hay un antídoto. El antídoto es la propia humanidad, la bondad que hay en el fondo de cada ser humano, su acumulada sabiduría secular, su capacidad colectiva de reacción y de resistencia, de solidaridad, de altruismo, porque el mensaje final de Camus sigue estando vigente: «en los seres humanos hay más cosas dignas de admiración que de desprecio». Si algún día dejásemos de confiar en el ser humano habría triunfado definitivamente la peste. Estaríamos todos infectados y sin soluciones. Y no es así.

La ceguera blanca

La ceguera blanca 150 150 Tino Quintana

Ayer me ha salido un risotto con setas para quitarse la boina. Era como para ponerse de rodillas y llorar de alegría varios días seguidos. Y, mientras hacía esa joya culinaria, recordaba lo que está pasando alrededor, tal como hacía Laura Esquivel mientras enseñaba sus recetas (Como agua para chocolate). Hoy he podido ver en persona, por primera vez, a mi hija mayor: un lujo para el corazón y los sentidos. Fuera de ese círculo, hay demasiados muertos. Muchos miles. El mismo número de familias que sufren por la pérdida y cifras desorbitadas de contagiados que esperan la recuperación.

Estamos en medio de un paisaje lleno de niebla, como sucede en Asturias con frecuencia. Aún no sabemos a ciencia cierta ─nunca mejor dicho─ qué hay más lejos. La mayoría de nosotros experimentamos sensaciones desconocidas: recuerdos atrasados, amistades olvidadas, miedos, aprensiones y sospechas más o menos intuidas o escasamente razonadas. No parece lógico “echarse al monte” o subirse a los árboles y pasar allí el resto de la vida, como hizo El Barón rampante, de Italo Calvino, para rebelarse contra la tiranía reinante y contra todo. El argumento me parece buenísimo, pero es poco eficaz en la práctica.

Más bien somos protagonistas de una historia diferente, como la de aquel chico que se imaginaba estar en medio de un campo de centeno, guardando unos niños que andaban por todas partes y corrían el peligro de precipitarse por un abismo. El chico “guardián” siempre llegaba a tiempo para  evitar que se despeñaran. A nosotros nos sucede algo parecido: vemos el peligro y queremos acudir con rapidez para salvar a todos los que podamos recoger con nuestros brazos, igual que en El guardián entre el centeno de Jerome D. Salinger. A veces no llegamos.

También hacemos cuentas del trayecto que hemos recorrido hasta aquí y quizá, sobre todo, satisfechos de vivir en un mundo tan científico, tecnificado y eficiente, pero frío y cruel, mientras caemos en la cuenta de que en ese tipo de mundo sigue siendo muy valioso poder decir a alguien, “nunca te abandonaré”, y que yo pueda a su vez decir: “Nunca me abandones” (Kazuo Ishiguro). Será casi imposible decir eso en África, por ejemplo, donde hay menos de 5.000 camas UCI en todo el continente, o sea, alrededor de 5 camas por cada millón de habitantes. Parece ser que en Europa hay 4.000 por millón de personas, aunque luego sean notables las diferencias entre los propios países europeos.

Cuentan que, en una ciudad cualquiera de cualquier parte del mundo, un señor cualquiera se volvió ciego repentinamente con «una blancura que se le agarraba a los ojos» (José Saramago, Ensayo sobre la ceguera). La epidemia contagió a todo el país. Ese mundo de ciegos nos representa a todos cada vez que pasamos al lado de los nuestros y no los vemos o vivimos con los demás y no los comprendemos, dando lugar así a un gigantesco colectivo de «ciegos que, viendo, no ven» o, mejor dicho, una sociedad en la que quizá nos vemos, pero nunca nos miramos. ¿Habrá una “ceguera blanca” paralela al Covid-19?

Había una mujer vidente que servía de lazarillo a los de la ceguera blanca. Una mujer lúcida. Pero sucedió que, en otra ciudad, donde los ciudadanos decidieron votar en blanco (y de ese modo volvieron tarumbas a sus gobernantes) la autoridad de turno, cabreada, creyó que estaba ante otra nueva epidemia, aisló a los contagiados por esa “lucidez” e incluso terminó liquidando de un tiro a la mujer lúcida (José Saramago, Ensayo sobre la lucidez). En estos tiempos de inclemencia es una barbaridad andar “depurando” personas lúcidas, pero creo que nos falta lucidez para ir más allá del debate y las decisiones políticas.

Habría que ir hacia un mundo donde nunca sea un milagro seguir viviendo; donde cuidemos siempre el frágil equilibrio de la vida; donde jamás seamos indiferentes ante el “todo vale”; donde miremos de frente a los ojos de los demás sin avergonzarnos y donde reconozcamos que el presente sin futuro no sirve de nada, porque «la ceguera es vivir en un mundo donde se ha acabado la esperanza». Merece la pena recordar que «dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos»

Estemos abandonando un modo de vivir en el que nos encontrábamos viviendo confortablemente y aguardamos, expectantes, un cambio más o menos radical de destino por un gesto tan simple como encender una luz (J. Saramago, La caverna). Eso es lo decisivo. Luz para ver que el mañana no es imposible ni está lejos. Sólo está a metro y medio, por ahora. ¡Qué bien lo explicó Platón!

«La hoja roja»

«La hoja roja» 150 150 Tino Quintana

Al viejo don Eloy le salió una tarde “la hoja roja” en el librito de papel de fumar en la que se le advertía: «Quedan cinco hojas». Y él se hizo a la idea de que le faltaban sólo cinco días. «Es un aviso», decía a sus conocidos. Comenzó a sentirse poco a poco como un estorbo y a ser tratado como «abuelito», a temer la soledad de su habitación y a ser ignorado por su familia, a caer en la cuenta de que «la vida es una sala de espera» y, sobre todo, a sentir cada vez más «un frío impreciso que le hacía estremecer». El viejo don Eloy comprendió, entonces, que los seres humanos necesitan calor y que por esa razón domesticaron el fuego a cuyo alrededor apareció la intimidad y la comunidad.

La visión positiva o negativa de la ancianidad ya viene de lejos y con nombres ilustres como Platón, Aristóteles, Cicerón… o, más recientemente, Simone de Beauvoir, Gabriel García Márquez, Ernest Hemingway. Pero ninguno me ha impactado tanto como Miguel Delibes en La hoja roja, cuyo don Eloy representa a todos los ancianos del mundo: a los que han querido vivir solos o con su pareja, a los de las residencias sociosanitarias, a los que han muerto por Covid-19 y a los que aún están enfermos o sufren sus consecuencias.

Suele decirse que hay etapas diferenciadas en la ancianidad, caracterizadas por distintos grados de limitación y dependencia. Lo que voy a añadir se puede apreciar, por cualquier observador, a lo largo de una o varias de esas etapas que recorren los ancianos. Emplearé para ello palabras de Miguel Pastorino, profesor de filosofía en Uruguay.

Pero antes de seguir quiero curarme en salud. Tengo la impresión de que me falta un trecho, pero ya veo a lo lejos la bocana del puerto. Veo aparecer algunos nubarrones en el horizonte, aunque no llegan las tormentas de momento. Necesito mencionar aquí la ancianidad de mis padres y, en particular, la de mi madre, la sabia que no pudo ir a la escuela por las difíciles circunstancias que le tocó vivir. Al recordarlos comprendo que los años proporcionan una sabiduría diferente, nada especial ni exclusiva, pero es algo que no soy capaz de explicar cabalmente. Sé que es así, sin más, y se puede comprobar.

Los ancianos trasmiten una vitalidad, un sentido de la libertad y una paz interior que nunca aportarán la ciencia, ni la técnica, ni internet, ni las redes sociales. Tienen talentos especiales que solo los da el tiempo, no los títulos universitarios. Disponen de sabiduría para mirar e interpretar los acontecimientos; paciencia para saber esperar; fortaleza, aunque sean tan débiles, para sostener a quienes no soportan la frustración; tacto para escuchar; visión amplia y desafectada para hacer frente a las urgencias diarias.

Los ancianos traen calma y aceptación para las heridas, nos regalan otro modo de vivir el tiempo y la gratuidad. Nos enseñan a enfrentarnos con la verdad de la vida de manera realista y nos ayudan a distinguir entre lo superfluo y lo valioso, entre lo importante y lo urgente. Nos hacen comprender nuestra propia vulnerabilidad, es decir, aceptar nuestros límites, amar nuestra verdad, no querer ser lo que no somos y reconocer que no se puede hacer todo. Tienen un tesoro de experiencia acumulada que ninguna sociedad debería permitirse el lujo de desperdiciar. Son los que se han gastado el cobre para dejarnos la sociedad que tenemos, para paliar el paro de sus hijos o cuidar a sus nietos. Ahora mismo sufren por no poder hacerlo, por no poder darse.

A veces me veo con ganas de salir corriendo a ver el mundo, como en la novela de Jonas Jonasson (El abuelo que saltó por la ventana y se largó). Otras veces siento el temor de no llegar a reconocer con el tiempo a mis seres más queridos, tal como le sucedía a la protagonista de El cuaderno de Noah, de Nicholas Sparks o al inolvidable “Emilio” del cómic y la película Arrugas de Paco Roca.

Pero siempre desearé que alguien me dé un beso en la frente antes de que me llegue la “hoja roja” de las cinco últimas páginas. ¡Qué menos! Por eso dice el propio Delibes que el ser humano ha venido al mundo para remediar la soledad de otro ser humano.

Llorar por vivir

Llorar por vivir 150 150 Tino Quintana

Hoy he llorado. Bastante. No ha sido por cortar cebolla ni por haber subido al Suspiro del Moro, la colina desde la que Boadbil, el Chico, lloró por su Granada perdida. En mi caso ha sido la acumulación de sucesos, tensiones y preocupaciones. Eran lágrimas que descargaban sentimientos y ponían de manifiesto las ganas de continuar viviendo. Minutos después, escuchando “Solveig’s Song” de Peer Gynt Suite 2, de Edvard Grieg, recuperé sosiego y paz. La música me aporta salud emocional y momentos únicos. Y siempre me confirma que la belleza y los sentimientos humanos más profundos son universales. La música no tiene fronteras. Desde Vivaldi hasta Queen.

Sin embargo, hay otras ocasiones en que se tienen ganas de llorar, pero no salen las lágrimas a causa del cabreo, la rabia y la vergüenza ajena que uno siente. Me refiero a cosas muy desagradables relacionadas con la pandemia actual. Hace tiempo que la OMS está advirtiendo sobre la amenaza de la infodemia, es decir, la sobreabundancia informativa de rumores, bulos y datos falsos, que propagan a toda velocidad el desconcierto y el miedo en la sociedad. Los conocimientos falsos son muchísimo más peligrosos incluso que la ignorancia.

El pasado día 27 de abril, la plataforma española Maldita.es ya llevaba analizados 420 bulos entre alertas falsas, datos erróneos y medidas que nunca tuvieron lugar. También se pueden ver en Newtral.es. Hay más información en FactCheck.org (University of Pennsylvania) y en PolitiFact.com (Poynter Institute, Columbia-Florida). Aconsejo encarecidamente consultar esas fuentes.

Lo más fastidioso del asunto es comprobar la enorme cantidad de especialistas que pululan en la sociedad y venden el supuesto beneficio sin tener ni idea del oficio. Al igual que hay un abultado número de compatriotas que son entrenadores de fútbol o expertos en obras, hay otro numeroso colectivo que son epidemiólogos, virólogos, infectólogos, inmunólogos, neumólogos, biólogos, etc., etc., que sólo sirven para alimentar la lacra de la infodemia. Es algo así como si la famosa “vieja’l visillo” de José Mota estuviera fisgándolo todo, comentándolo todo y difundiéndolo todo con la mayor ruindad posible.

Pero hoy tenemos que acentuar con fuerza la vida, aunque sea tan frágil. “Sólo se vive una vez”, dice el título de una canción y de una película, aunque quizá lo más valioso sea Vivir para contarla, como titula Gabriel García Márquez una novela suya. Al fin y al cabo, pasamos la vida contando lo que nos pasa, narrando nuestra propia biografía. Decía Séneca que «La vida es como una obra teatral. Lo que importa no es su duración sino el acierto con que se representa». Violeta Parra nos ayudó también a cantar «gracias a la vida que me ha dado tanto». Y Sandra Myrna (Premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica 2019) afirmaba que «todas las personas y todos los demás seres vivos estamos hechos con los mismos átomos que se vienen tejiendo y destejiendo y retejiendo desde hace millones de años…».

La vida es como un tapiz en el que vamos echando la red del vivir cotidiano. La ponemos en el regazo al nacer, la vamos extendiendo con el paso de los años y se nos cae de las manos al morir. Pero el tapiz de la vida continúa entretejiéndose con alegrías y penas, con aciertos y fracasos, con amores y olvidos. En ciertos momentos soñamos “despiertos”, en otros trabajamos con ilusión o sufrimos la desilusión del error o la enfermedad. En algunas etapas vivimos la inocencia de la infancia o la pasión de la adolescencia o el fruto y los sustos de la madurez o la decadencia y la paz de la ancianidad. Y después se nos van muriendo los otros y más tarde nos moriremos nosotros.

Mientras tanto hay que seguir tejiendo el tapiz de la vida. Hay que continuar entretejiendo la vida juntos, teniendo presente un verso de Octavio Paz: «… no soy, no hay yo, siempre somos nosotros». Por eso merece la pena de vez en cuando llorar por vivir.

 

La insoportable levedad del ser

La insoportable levedad del ser 150 150 Tino Quintana

A lo largo de estos días tengo muchas veces la impresión de que estamos siendo protagonistas, colectivamente, de la novela de Milan Kundera, La insoportable levedad del ser, donde lo vivido vuelve otra vez a repetirse, solo que al volver lo hace de un modo diferente. Podemos observarlo en varios comportamientos insólitos en medio de situaciones especiales.

El primero es el mío. Sólo he salido dos veces a comprar. No debería hacerlo, pero tampoco hay otra solución. Cuando lo hago siento esa especie de angustia por un riesgo o daño real o imaginario, es decir, siento miedo. Nunca me había pasado. Es un sentimiento destructor. Te corroe por dentro y te hace sospechar de los demás. Algo así como si el virus tuviera tentáculos de pulpo o de medusa. En otras ocasiones tengo la sensación de que anda por ahí como si dispusiera de piloto automático, igual que un Airbus A340. Es poco racional, pero el miedo tiene bastante de irracional.

Hace un par de semanas, dos científicos expusieron su proyecto de ensayar una vacuna contra el Covid-19 en África. Precisamente en África. El periodista que les entrevistaba añadía que «ya se hacen experimentos similares para otros virus con las prostitutas» porque «sabemos que están muy expuestas y que no se protegen». Días después pidieron perdón. Menos mal que ninguno de esos tres “figuras” empaña siquiera la pléyade de científicos y periodistas que ponen en práctica su código ético en vez de colgarlo en el despacho para que lo vean los clientes.

Una celebrity aprovechó para enseñar su colección de ropa interior, porque «si nos pilla el virus, que nos pille de guapos», decía ella. Y cierta consejera de Sanidad sostenía que “su” coronavirus es «diferente al del resto del país», o sea, que es de especial calidad o de superior nivel al del resto de mortales. Esto último me recuerda a la novela de Antonio Tabucchi, Sostiene Pereira. La consejera “sostiene” ante el tribunal público exactamente lo que critica la novela: todo lo que es excluyente, reductor y egocéntrico.

Por su parte, un poderoso mandatario público ha negado el pan y la sal a la OMS, y sigue empecinado en decir no sólo que el virus es chino, sino que está producido y expandido por un laboratorio chino. El Scripps Research Institute acaba de asegurar que no hay evidencias científicas sobre el diseño del virus en laboratorio. Sin comentarios.

Continúa también el castigo implacable a los cargos públicos asegurando que todos ellos son, sin excepción, unos hijos de la gran bretaña (la expresión completa no la pongo porque las madres no tienen nada que ver con esto). Calificar con un suspenso la gestión pública de la pandemia no equivale a señalar con el dedo a las personas diciéndoles las palabrotas más insultantes. Eso es lo mismo que afirmar cosas sin argumentos. Es algo así como descalificar el valor indudable de la obra de Camilo José Cela por el hecho de que solía hablar diciendo muchos tacos o negar la belleza del “intermezzo” de Cavalleria rusticana, de Pietro Mascagni, por haber sido amigo de Mussolini.

Estamos recibiendo toda una lección de humildad. Deberíamos reconocer y aceptar las propias limitaciones y debilidades y actuar en consecuencia. El Covid-19 nos ha «despertado del delirio de omnipotencia», ha dicho el papa Francisco. Ha venido a sacarnos de la comodidad, de la seguridad, de sentirnos protegidos incluso por los mejores. No estábamos preparados. Habrá que sentarse, evaluar, rectificar y planificar. Y, mientras tanto, la vida continúa.

Pensamientos coronavirusianos

Pensamientos coronavirusianos 150 150 Tino Quintana

Es prácticamente imposible decir nada nuevo, pero sí decirlo de otro modo. Estoy en la fila para entrar al supermercado. Se avanza lentamente. Parecemos nazarenos en la procesión del Cristo de los Gitanos. Veo empujar carros de compra que salen hasta los topes, como si fuera a llegar el séptimo día del Apocalipsis. La mayoría vamos embozados, enguantados y engorrados. Nadie habla con nadie. Si acaso se oye a alguien preguntar con timidez, como si pidiera permiso: ¿es que no quedan muslos de pollo? ¿vais a sacar más pan? Llevo tantos guantes que no soy capaz de encontrar la nota donde he anotado la compra. No cojo aceitunas rellenas porque no me parecen alimentos básicos. Es la mala conciencia. En la caja me ayudan a guardar las cosas. ¡Claro! Me ven mayor

Al salir, veo a una persona hacer un semicírculo a mi alrededor. Me detengo a mirar y me increpa con un ¡qué pasa, antiguo! (porque ahora está de moda decir “antiguo” a cualquiera, como si se dijera “tío”, “tronco” o “colega”). Y casi al lado del portal de mi casa encuentro a un vecino que no recoge la caca del chucho, mientras refunfuña diciendo ¡total, no pasa nadie! Parece que soy “nadie…” o un deshecho tirado…

La vecina de arriba parece que lleva mal el aislamiento. Se oye pasar la aspiradora dos veces por la mañana y unas cuatro por la tarde. También suenan con frecuencia ruidos prolongados en la cocina y en el baño. Debe ser de esas personas que piensan que el virus entra por las cañerías de la calle, ataca por el bidé y sale por el fregadero de la cocina. También hay otro vecino que utiliza el taladro y martillea por las mañanas en el cuarto de baño de al lado. Quizá tenga ya la pared llena de tornillos o esté haciendo agujeros para espiarnos… Es la imaginación “en tiempos del cólera”, diría quizá García Márquez.

También puede ser que estos días casi todo molesta. Sí. Debe ser eso. Tenemos la sensibilidad a flor de piel. Nosotros, en casa, estamos bien y llenamos el tiempo, pero tenemos que esforzarnos para controlar la impaciencia, la irritación. Me estaba acordando ahora de Curzio Malaparte y su delirante y subyugante novela, La piel, «lo único que poseemos» y a lo que hoy se le da tantísima importancia. Es cierto, pero no es toda la verdad. Detrás de la piel o, mejor dicho, aflorando por la piel, están los sentimientos, las inquietudes, las dudas, las creencias, los miedos, las ideas, los valores, es decir, está la persona concreta, única y a veces trágica. La piel revela lo que somos y nos sitúa en el tiempo. Por eso tiene “cronología” particular y hasta zonas superlimpias, porque las manos nunca conocieron tanto jabón desinfectante. Cuando utilizamos videollamadas vemos granos que no teníamos, arrugas que no apreciábamos, labios que se encogen, orejas que crecen, y también sonrisas interminables, miradas que parecen caricias, manos que se tocan en la distancia…

¡Qué cosas pasan! ¿Quién nos iba a decir que sucedería esto? ¡A nosotros que vivimos rodeados de científicos eminentes, de presupuestos billonarios y de los mejores sistemas sanitarios del mundo! La realidad supera la ficción y nos iguala a todos por el mismo rasero, aunque da la impresión de que «algunos son más iguales que otros», como decía Napoleón, el cerdo jefe de la Rebelión en la granja de George Orwell.

En ocasiones me gustaría entrar en la Ilíada y ser Ulises o Aquiles, «el de los pies ligeros», para liquidar a los troyanos, pero no a los de Troya, sino a los virus informáticos con los que ciberladrones y hackers introducen patrañas y bulos quitándonos la intimidad y la tranquilidad. El daño que hacen aprovechando el miedo de la gente es de miserables.

Y, en fin, me indigna ver a los políticos en el Congreso de los Diputados echarse en cara las cifras de contagiados y el número de víctimas. Es lamentable y siento vergüenza ajena: chulería, mentiras, insultos, desprecio. Sólo se salvan las taquígrafas. Deberíamos pensar bien qué votamos cuando votamos. Y lo peor es que sirven de pábulo para los arribistas y redentores que pretenden arreglar el orden público a base de ir dando sopapos a diestro y siniestro (sobre todo a éstos).

Menos mal que siempre quedan los cinco minutos de las ocho de la tarde. Los sanitarios son excelentes profesionales. No hay para ellos suficientes elogios ni palabras adecuadas de agradecimiento. A ver si de una puñetera vez caemos en la cuenta de que no hacen lo que les viene en gana. Están demostrando que viven para la salud y la vida de sus pacientes. Hay que decir lo mismo de los demás servidores públicos.

Mientras aplaudimos nos estamos “fichando” unos a otros, esa es la verdad, pero sirve también para animarnos mutuamente y decirnos ¡hasta mañana! La vida sigue…de momento…

 
 

Recursos Ética COVID-19

Recursos Ética COVID-19 150 150 Tino Quintana

El Comité de Ética para la Atención Sanitaria «Dr. Mariano Lacort  del Área Sanitaria V, Gijón (Asturias) ha publicado una serie de recursos de ética para la situación de pandemia COVID-19. La reproducimos en su integridad y sólo con algunos añadidos. Creo que puede ser de utilidad para muchas personas.


FORMACIÓN


Universidad Rey Juan Carlos (Webinar)

Instituto Borja de Bioética (Webinar) (22 de mayo 2020)

Asociación de Bioética Fundamental y Clínica (ABFyC) (Webinar)

Fundació Víctor Grífols i Lucas


POSICIONAMIENTOS Y RECOMENDACIONES ÉTICAS


Guía de algunas fuentes para consultar

20. Asociación de Bioética Fundamental y Clínica (ABFyC)

edición abreviada /edición completa) (6 de mayo de 2020)

19. Red de América Latina y del Caribe de Comités Nacionales de Bioética (CNB)

18. Comitato Nazionale per la Bioetica (CNB). Italia

17. UNESCO. Comité Internacional de Bioética (CIB) y Comisión Mundial de la Ética del Conocimiento científico y la tecnología (COMEST)

16. Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social

15. Conselho Nacional de Ética para as Ciências da Vida. Portugal

14. Comisión Asesora de Bioética del Principado de Asturias (CABéPA)

13. Pontificia Academia para la Vida (PAV). Ciudad del Vaticano

12. Sociedad Española de Medicina Geriátrica (SEMEG)

11. Observatorio de Bioética y Derecho. Barcelona

10. Consejo de Bioética de Galicia (CBG)

9. Comité de Bioética de España

8. Comisión Central de Ética y Deontología del Consejo General de Colegios Médicos de España (CGCME)

7. Asociación Española de Bioética y Ética Médica (AEBI)

6. Comisión de Bioética de Castilla y León

5. Sociedad Española de Anestesiología, Reanimación y Terapéutica del Dolor (SEDAR)

4. Asociación Española de Bioética y Ética Médica (AEBI)

3. Contribution du Comité Consultatif National d’Étique (CCNE).Francia

2. Grupo de Trabajo de Bioética de la Sociedad Española de Medicina Intensiva, Crítica y Unidades Coronarias (SEMICYUC)

1. Società Italiana di Anestesia Analgesia Rianimazione e Terapia Intensiva (SIAARTI)

 


ALGUNOS ENLACES NACIONALES E INTERNACIONALES


 

Tino R. Quintana

Profesor de Ética, Filosofía y Bioética (Jubilado)
Oviedo, Asturias, España

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