• Ha llegado usted al paraíso: Asturias (España)

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Sucesos que atraen la atención por su impacto en la escena de la vida cotidiana u otros temas relevantes de carácter cultural, científico o humanístico referentes a la vida.

Algo más que un escondite

Algo más que un escondite 150 150 Tino Quintana

Uno de los lugares preferidos por mi nieto para jugar al escondite es detrás de la cortina transparente del baño. Hay que ir diciendo: «¿dónde estará el niño? ¿dónde se habrá metido?». Y cuando después de tan larga y penosa búsqueda se le toca con las manos, exclamando «¡aquí está! ¡ya apareció!», entonces él mira para otro lado demostrando así que, mientras no me mire a los ojos, no lo puedo ver.

La abuela dice que este niño “hace el egipcio”, porque, al igual que en los antiguos jeroglíficos, su cuerpo se coloca de frente mientras gira la cara para mirar a un lado.

Otro escondite es un rincón de la cocina, detrás de la mesa-comedor. Sólo se le ve el pelo, la frente y la mitad de los ojos. El proceso es el mismo: «¿dónde se habrá escondido el niño? ¡pues, nada, no lo veo! ¿dónde estará?». Yo procuro pasar de largo, en silencio, hacia otra parte de la casa, pero, entonces, él suelta un sonoro «¡eh, eh, eh!», queriendo decirme: «¿a dónde vas, a dónde vas? ¡cómo es que no me ves!».

A mi pequeño niño le gusta llenar de garabatos una vieja libreta; queda fascinado cuando ve surgir allí las letras de su nombre; le encantan las ilustraciones de La leyenda del lobo cantor (G. Stone) y de El principito (A. Saint-Exupéry), que casi ya no tienen bordes ni tapas.

La voz y la palabra, el silencio, la luz, la mirada y el contacto van dibujando su propia figura. Por eso me gustaría que alguna vez, dentro de muchos, muchos años, pudiera encontrar entre mis libros el siguiente texto de Jorge Luis Borges (El Hacedor. Epílogo):

«Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara».

Cambronne

Cambronne 150 150 Tino Quintana

Era una pareja de ancianos que se presentaron a pagar su compra en una de las “cajas preferentes”. Ella iba delante y él detrás. En el momento de efectuar el pago, un encargado de la empresa les dijo: «¿Por qué vienen aquí? Está reservado para preferentes». A lo que el hombre respondió: «Es que somos viejos».

Insistieron, pero sin éxito. Y, entonces, cuando ya se retiraban a otra caja, él dijo un triunfal y sonoro: «¡Mierda!».

Y no pude menos que recordar el final de la batalla de Waterloo cuando un desconocido oficial francés, Cambronne, al mando de un reducido grupo de soldados que resistían hasta lo imposible, oyó gritar a un general inglés: «¡Rendíos, valientes franceses!» Y Cambronne contestó: «¡Merde!».

Comenta Victor Hugo a propósito de tal suceso (Los miserables, II, I, XV) que «dar esa respuesta a la catástrofe…, fulminar con tal palabra el trueno que os mata…, convertir la última de las palabras en la primera…, cerrar la escena de Waterloo con una frase de carnaval…, todo esto es inmenso… hacer esto, decir esto…, es ser el vencedor».

Al final de aquel desastre no había quedado para protestar más que aquel gusano, Cambronne, en cuya palabra resonaba el «alma antigua de los gigantes», añade Víctor Hugo con sarcasmo.

El viejo de la “caja preferente” se sabía perdedor, pero respondió a la derrota, fulminó a la concurrencia y cerró la escena en plan vencedor al estilo Cambronne: «¡Mierda¡».

Seres humanos

Seres humanos 150 150 Tino Quintana

El ser humano es un «¡Ángel con grandes alas de cadenas!», decía Blas de Otero. La necesidad de verlo en equilibrio impulsa a igualar sus dimensiones. A lo largo de la historia se ha intentado conjugar la fortuna y la calamidad, las luces y las sombras.

Llevamos algo en nosotros que nos compone y nos define, justo cuando constatamos lo que nos va desfigurando y descomponiendo.

Somos a la vez, y sucesivamente, certezas y dudas, convicciones y remordimientos, fragilidad, lágrimas, cicatrices, palabras y silencios, búsqueda, pensamiento y acción, sueños y proyectos, aciertos y fracasos… somos seres humanos. Y, si no, fíjense ustedes en estos versos del cordobés Ibn Hazm (siglo XI), que toman una parte y miran el todo:

«…Mis ojos no se paran sino donde estás tú.
Los llevo adonde tú vas y conforme te mueves
como en gramática el atributo sigue al nombre…»

O estos otros de Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931-):

«Lo primero que se ama
son los ojos: belleza
reunida mirándose.»

Y porque lo más bonito de los ojos no es el color, sino la mirada, y porque la vida de cada uno está en las manos de otros más que en las propias, creo en los seres humanos a pesar de todo. No poseemos nada más valioso que nosotros mismos.

El viento…

El viento… 150 150 Tino Quintana

«Cuántos caminos debe recorrer un ser humano,
antes de que le llames “ser humano” (…).
La respuesta, amigo mío, está soplando en el viento.
La respuesta está soplando en el viento».
(Bob Dylan)

Pero el ser humano es ese «bípedo desagradecido, cuyo principal defecto es la perversidad crónica de la que ha sufrido a todo lo largo de la historia… y que jamás abandonará el verdadero sufrimiento, es decir, el caos y la destrucción», dice Fedor M. Dostoievski (Memorias del subsuelo, VII).

«¡La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena, y después no se le oye más …; un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa!», afirma William Shakespeare (Macbeth, V, 5).

Sin embargo, con el paso de los años, yo encuentro cada vez más insoportable el mal humor y el lamento por el lamento; encuentro estéril vivir permanentemente enfadados con el mundo y empeñarse en arreglar la sociedad eliminando a la otra mitad; encuentro impresentable la superficialidad y la falta de crítica constructiva; encuentro irrespirable el aire contaminado de exaltación violenta y de agresividad, de susceptibilidad y de resentimiento y, sobre todo, de saber que un ser humano mata a otro ser humano.

Siempre he admirado a las personas positivas, por su luz, por su calor y por el orden que dan a las cosas. Sé de lo que hablo, pues convivo feliz con una de ellas. Maltratada por el dolor y la adversidad, sigue siendo capaz de soñar con estos versos de Ezra Pound:

«Yo, sólo yo, he conocido los caminos
a través del cielo, el viento por lo tanto es mi cuerpo».

Horizontes

Horizontes 150 150 Tino Quintana

Hay un horizonte común para el mundo común y hay horizontes para otros tantos mundos, es decir, otros tantos entornos contextualizados en diferentes tipos de sociedades, grupos, equipos y seres vivientes, incluidos los humanos.

Los humanos, además, tenemos la capacidad de crear horizontes para vivir con un sentido. No cabe duda de que la Ilíada, la Odisea, la Eneida y la Biblia, por ejemplo, definen horizontes que se transmiten y se comparten, se critican y se niegan.

Alejandro Magno dormía con la Ilíada debajo de la almohada, según cuenta Tito Livio (Ab urbe condita). Y Nietzsche llegó a decir que «entre lo que encontramos en Píndaro y en Petrarca, y lo que encontramos en los Salmos, hay la misma diferencia que existe entre la tierra extranjera y la patria» (Aurora).

Los horizontes también obligan a mirar hacia dónde se va y por donde se va, porque señalan los límites de nuestra situación y de nuestros proyectos… de nuestros sueños.

Una de las versiones del mito griego de Ícaro, encerrado junto a su padre Dédalo en un laberinto, cuenta que Dédalo fabricó unas alas para escapar de allí enlazando las plumas con hilo y cera. Cuando estuvieron preparadas se las pusieron para salir volando y Dédalo le dijo a Ícaro: “no vueles muy alto para que no se derrita la cera por el sol, ni cerca del mar para que no se desprendan las plumas por la humedad”. Ícaro, entusiasmado, voló y voló cada vez más alto, hasta que, fundida la cera, cayó al mar y pereció.

Si a ustedes les apetece alguna vez subir al cerro de Santa Catalina, en Gijón (Asturias) y situarse debajo de El elogio del horizonte, de Eduardo Chillida, intenten, allí, mirar a lo lejos, escuchar el viento y recordar algunos de estos versos:

«Soy el viejo marino
que cose los horizontes cortados».
(Vicente Huidobro)

«En mi verso soy libre: él es mi mar.
Mi mar ancho y desnudo de horizontes…»
(Duce María Loynaz)

Noche de Reyes

Noche de Reyes 150 150 Tino Quintana

Queridos Reyes Magos:

Quiero hacerles a ustedes algunas confidencias antes de que entren esta Noche por el balcón de mi casa.

Tal día como mañana, hace varias décadas, nació mi hija mayor. Fue un Día de Reyes especial. El paso fulgurante del tiempo me demuestra que es moldeable como los relojes de Dalí: puedo sentir un año como una breve serie de momentos y un solo momento como una eternidad, pero no soy capaz de medir la longitud de mi propia vida.

Mis padres y mis hermanos están muertos. Soy el último de mi línea familiar. Ni siquiera sé si yo mismo llegaré a la siguiente Noche de Reyes, aunque nada avisa de lo contrario.

He superado etapas oscuras en las que me veía como un niño con una vela encendida en la mano, mientras recorría habitaciones desiertas, diciendo: «Se me hace eterna la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba… ¡Siento asco de mi vida!» (Job 7, 4; 10, 1).

Ahora, la vida profesional ha terminado. Quedan restos de actividades académicas y algún compromiso de trabajo colectivo que me mantienen vigilante y alerta, pero también irán desapareciendo poco a poco igual que se desconectan una a una las partes de cualquier máquina “jubilada” para el sistema productivo.

Así todo, hay algo que nadie me puede arrebatar: la pasión de leer y de escuchar música, la calma para pensar, el deseo constante de escribir, los cuidados a mi esposa y el cariño de mis hijos, el maravilloso idilio con mi nieto, la estima de mis amigos, en suma, el ansia de comunicarme y de compartir. Y, por encima de todo, el ansia de buscar la verdad, una búsqueda insaciable que produce una íntima satisfacción difícil de igualar.

Podría quedarme ciego y aprender la escritura Braille o que alguien me leyera a Virgilio o a Cervantes; podría quedarme sordo y seguir escuchando en mi cabeza la música de Bach o de Bruckner; podría quedarme tullido o discapacitado y vivir esperando el regalo de una caricia… y seguiría buscando esa sabiduría para colmar mi existencia.

«Porque soy del tamaño de lo que veo / y no del tamaño de mi estatura», como dice Fernando Pessoa (El guardador de rebaños, VII), puedo viajar por las galaxias, recorrer el mundo con la fantasía y bucear en los recovecos del corazón.

Tras leer las Argonáuticas, de Apolonio de Rodas (295-215 a.C.), estoy convencido de que vivir es urgente, pero navegar es importante; vivir es necesario, pero navegar es preciso.

Por eso les pido a ustedes, Reyes Magos, que me ayuden para que consiga ser protagonista de esa escena que narra el último libro de la Biblia: «Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20).

«Oye, hijo mío, el silencio»

«Oye, hijo mío, el silencio» 150 150 Tino Quintana

El Valle del Silencio está situado a los pies del Pico Tuerto y la Aquiana, en los montes Aquilanos, en la comarca de El Bierzo, España. Allí fueron a vivir numerosos eremitas, desde el siglo VII, buscando el retiro para escuchar la voz interior.

Se dice de uno de aquellos eremitas, San Genadio, que estaba meditando en su cueva y no conseguía concentrarse debido al murmullo del río, así que, golpeando con su cayado, dijo: «¡Cállate!». Y el río dejó de hacer ruido.

El silencio es el ámbito de la escucha, de la comunicación, de las respuestas; permite escuchar palabras sin voz, contemplar rostros sin rostro, dar besos sin labios, pensar ideas sin libros; hace posible entrar dentro de uno mismo y conocerse, porque, en última instancia, «la palabra es el resumen del silencio», como decía Roberto Juarroz.

Yo siempre he creído que la música existe no sólo porque hay instrumentos, sino porque hay silencio. La novena sinfonía de Mahler, por ejemplo, exige continuar escuchando en completo silencio sus últimos acordes sin el sonido directo de la orquesta.

Pero hoy vivimos inmersos en el ruido por fuera y por dentro. Sí. Demasiado ruido.

Por eso les pido a ustedes que lean con calma estos versos de García Lorca:

«Oye, hijo mío, el silencio.
Es un silencio ondulado,
un silencio,
donde resbalan valles y ecos
y que inclina las frentes
hacia el suelo».

¡Ábreme la puerta!

¡Ábreme la puerta! 150 150 Tino Quintana

El lugar físico del hogar o la casa es mucho más que una construcción con tejado y tabiques. Va más allá del centro geométrico, geográfico o político. Es un centro existencial: reúne y orienta.

Hay muchos que tienen que dejar su casa y marchar lejos, quizá muy lejos, abandonando la lumbre del hogar, y no saben dónde guarecerse, «porque todas las puertas dan afuera del mundo», como señala Mario Benedetti. ¡Y hay tanta gente afuera buscando el centro perdido!

Dice Warsan Shire, poeta refugiada somalí, que, en esos casos, la casa o el hogar es una especie de voz sudorosa que te va diciendo en el oído:

«Vete, corre lejos de mí ahora.
No sé en qué me he convertido, pero sé
Que cualquier lugar es más seguro que éste».

En realidad, el hogar originario es el propio ser humano. Somos nosotros mismos quienes acogemos, o no, a quienes llaman a la puerta. Lo expresa muy bien Elvira Sastre:

«A ti podría decirte
que para mí
cualquier lugar
es mi casa
si eres tú
quien abre
la puerta».

Las letras

Las letras 150 150 Tino Quintana

Las letras del alfabeto tienen magia. Están ahí para crear sonidos, palabras, frases, libros, poemas, sueños, como hicieron Homero, Virgilio, Dante, Milton, Cervantes…

Las letras se hacen compañía en las palabras. Pienso que en el origen mismo de su historia anida la voluntad de reunión y la idea de compartir. El Premio Princesa de Asturias de las Letras 2022, Juan Mayorga, ha dicho que «los autores reunimos letras con el deseo de que un día unos actores se reúnan en torno a ellas y luego abran su reunión a la ciudad».

A propósito. Ya hace tiempo que no consigo juntar la p, la a y la z. Si alguno de ustedes sabe cómo hacerlo y me lo dice, se lo agradecería.

Cuenta José Jiménez Lozano en El Mudejarillo que, en cierta ocasión, Juan de Yepes (San Juan de la Cruz) perdió la letra a mientras escribía, pero no se dio cuenta. La encontró una mujer que lo observaba y la entregó a los compañeros del frailecillo, quienes, con cierta envidia, comentaron: «¡Date, que éste escribe!».

Quizá podría haber sido la a de alguno de estos versos de su Cántico espiritual:

«¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido».

Bella y profunda unión de letras que sólo reclama silencio y el sonido de un acorde de guitarra, porque «la guitarra es un pozo / con viento en vez de agua» (Gerardo Diego).

Que descansen. Buen fin de semana.

Las manos

Las manos 150 150 Tino Quintana

El día había transcurrido con normalidad, sin novedades ni alteraciones.

Cuando me acosté, por la noche, soñé que estaba entre olivos, en un lecho preparado con sus hojas caídas y cubierto por ellas, como si fuera un diminuto Ulises, recién salido del mar, cuando pasó su primera noche en tierra de los feacios (Odisea, V, 483).

Después, me pareció que intentaba trepar por las paredes de un pozo sin fondo, pero, por más que lo intentaba, no conseguía ascender. Hice un último esfuerzo y cuando miré hacia arriba, desesperado y agotado, me agarré a una mano abierta que me ayudó a salir.

Sentí que alguien estaba tocando mi rostro. Desperté y vi la pequeña mano de mi nieto que estaba comprobando si yo estaba durmiendo o despierto, y entonces, mientras lo miraba a los ojos, sonriendo, recordé los versos de Pedro Salinas:

«Las manos son muy grandes y se puede
dejar a un ser entero en unas manos».

Me levanté y fuimos a la cocina cogidos de la mano. Él tomó un yogur y yo café.

TINO QUINTANA

Profesor de Ética, Filosofía y Bioética Clínica (Jubilado)
Oviedo, Asturias, España

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