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Sucesos que atraen la atención por su impacto en la escena de la vida cotidiana u otros temas relevantes de carácter cultural, científico o humanístico referentes a la vida.

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Regresar 150 150 Tino Quintana

Mi hermano Yayo tenía la costumbre de preguntar a un señor: «¿A dónde vas?». Y el otro respondía siempre: «A ninguna parte». Era un irónico ritual diario que no olvido. Se parecía a la novela y película de Fernando Fernán Gómez, El viaje a ninguna parte: «Los caminos se entrecruzan, se revuelven sobre sí mismos antes de llegar a ningún lado».

Homero cuenta en la Odisea el viaje de Ulises a Ítaca como un trayecto lleno de aventuras y rico en experiencias, donde tiene valor el viaje como tal. Sin embargo, se trata en realidad de un viaje de vuelta, de regreso. (Sugiero leer Ítaca-Cavafis). Suele suceder, además, que quien sale de viaje vuelve siendo otro y, en ocasiones, ya no vuelve.

Algo parecido lo pone de relieve Jenofonte, en su Anábasis, cuando describe a los griegos, abrazados unos a otros y con lágrimas en los ojos, gritando: «¡El mar! ¡El mar!». Acababan de llegar a la costa después de recorrer una enorme distancia llena de peligros desde tierras persas. Era lo que esperaban ver. Estaban de vuelta: regresaban a casa.

Por cierto, no soy capaz de seguir escribiendo sin traer a colación los viajes de los emigrantes. Dice Warsan Shire, poeta refugiada somalí, en su poema Hogar, que nadie abandona su hogar a menos que «los kilómetros recorridos signifiquen algo más que un simple viaje».

Todos estamos, de algún modo, en un punto de no retorno: a Ítaca o a ninguna parte.

Viajar es marcharse de casa, dejar los amigos e intentar volar; es vestirse de loco y decir “no me importa”; volver a empezar, conocer otra gente… Lo ha dicho Gabriel Gamar, pero hoy me quedo con su último verso: «viajar es regresar».

Más adentro

Más adentro 150 150 Tino Quintana

Cuenta Jenofonte (Recuerdos de Sócrates, IV, 6-7), que un conocido sofista llamado Hipias regresó a Atenas después de hacer un máster por el extranjero, y, viendo un día a Sócrates dialogar con sus discípulos, se dirigió a él en tono burlón de la siguiente manera:

«─¿Todavía sigues diciendo, Sócrates, las mismas cosas que te oí decir hace mucho tiempo? ─Y Sócrates respondió:

─Sí, Hipias, y, lo que es más sorprendente todavía, no sólo digo las mismas cosas de siempre, sino que sigo hablando de los mismos tópicos. En cambio, tú, como eres un erudito, nunca dices lo mismo sobre los mismos temas.

─Descuida ─añadió Hipias─, siempre intento decir cosas nuevas».

Sócrates llamaba a los sofistas «pasteleros de discursos» (logomágeiroi).

San Agustín siguió el estilo socrático y buceó en las profundidades del yo interior no porque tuviera habilidades filosóficas, sino porque buscaba el sentido de su vida:

«¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro y yo fuera, y fuera de mí te buscaba… Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo… Me llamaste y me gritaste hasta romper mi sordera; brillaste sobre mí y me envolviste en tu resplandor, y disipaste mi ceguera; derramaste tu fragancia y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti y tengo hambre y sed; me tocaste y me abrasé en tu paz» (Confesiones, X, 27).

El viaje en el que más aprendemos de nosotros mismos es el que nos lleva al propio interior. Pero, disfrutar hoy de «la música callada y la soledad sonora» de ese cuarto íntimo, como diría san Juan de la Cruz, es difícil. Estamos rodeados de ruido.

Frente al deslumbramiento de los sofistas actuales permanece la certeza de que lo importante no se encuentra fuera, sino dentro; no está más lejos, sino más adentro.

Algo más que un escondite

Algo más que un escondite 150 150 Tino Quintana

Uno de los lugares preferidos por mi nieto para jugar al escondite es detrás de la cortina transparente del baño. Hay que ir diciendo: «¿dónde estará el niño? ¿dónde se habrá metido?». Y cuando después de tan larga y penosa búsqueda se le toca con las manos, exclamando «¡aquí está! ¡ya apareció!», entonces él mira para otro lado demostrando así que, mientras no me mire a los ojos, no lo puedo ver.

La abuela dice que este niño “hace el egipcio”, porque, al igual que en los antiguos jeroglíficos, su cuerpo se coloca de frente mientras gira la cara para mirar a un lado.

Otro escondite es un rincón de la cocina, detrás de la mesa-comedor. Sólo se le ve el pelo, la frente y la mitad de los ojos. El proceso es el mismo: «¿dónde se habrá escondido el niño? ¡pues, nada, no lo veo! ¿dónde estará?». Yo procuro pasar de largo, en silencio, hacia otra parte de la casa, pero, entonces, él suelta un sonoro «¡eh, eh, eh!», queriendo decirme: «¿a dónde vas, a dónde vas? ¡cómo es que no me ves!».

A mi pequeño niño le gusta llenar de garabatos una vieja libreta; queda fascinado cuando ve surgir allí las letras de su nombre; le encantan las ilustraciones de La leyenda del lobo cantor (G. Stone) y de El principito (A. Saint-Exupéry), que casi ya no tienen bordes ni tapas.

La voz y la palabra, el silencio, la luz, la mirada y el contacto van dibujando su propia figura. Por eso me gustaría que alguna vez, dentro de muchos, muchos años, pudiera encontrar entre mis libros el siguiente texto de Jorge Luis Borges (El Hacedor. Epílogo):

«Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara».

Cambronne

Cambronne 150 150 Tino Quintana

Era una pareja de ancianos que se presentaron a pagar su compra en una de las “cajas preferentes”. Ella iba delante y él detrás. En el momento de efectuar el pago, un encargado de la empresa les dijo: «¿Por qué vienen aquí? Está reservado para preferentes». A lo que el hombre respondió: «Es que somos viejos».

Insistieron, pero sin éxito. Y, entonces, cuando ya se retiraban a otra caja, él dijo un triunfal y sonoro: «¡Mierda!».

Y no pude menos que recordar el final de la batalla de Waterloo cuando un desconocido oficial francés, Cambronne, al mando de un reducido grupo de soldados que resistían hasta lo imposible, oyó gritar a un general inglés: «¡Rendíos, valientes franceses!» Y Cambronne contestó: «¡Merde!».

Comenta Victor Hugo a propósito de tal suceso (Los miserables, II, I, XV) que «dar esa respuesta a la catástrofe…, fulminar con tal palabra el trueno que os mata…, convertir la última de las palabras en la primera…, cerrar la escena de Waterloo con una frase de carnaval…, todo esto es inmenso… hacer esto, decir esto…, es ser el vencedor».

Al final de aquel desastre no había quedado para protestar más que aquel gusano, Cambronne, en cuya palabra resonaba el «alma antigua de los gigantes», añade Víctor Hugo con sarcasmo.

El viejo de la “caja preferente” se sabía perdedor, pero respondió a la derrota, fulminó a la concurrencia y cerró la escena en plan vencedor al estilo Cambronne: «¡Mierda¡».

Seres humanos

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El ser humano es un «¡Ángel con grandes alas de cadenas!», decía Blas de Otero. La necesidad de verlo en equilibrio impulsa a igualar sus dimensiones. A lo largo de la historia se ha intentado conjugar la fortuna y la calamidad, las luces y las sombras.

Llevamos algo en nosotros que nos compone y nos define, justo cuando constatamos lo que nos va desfigurando y descomponiendo.

Somos a la vez, y sucesivamente, certezas y dudas, convicciones y remordimientos, fragilidad, lágrimas, cicatrices, palabras y silencios, búsqueda, pensamiento y acción, sueños y proyectos, aciertos y fracasos… somos seres humanos. Y, si no, fíjense ustedes en estos versos del cordobés Ibn Hazm (siglo XI), que toman una parte y miran el todo:

«…Mis ojos no se paran sino donde estás tú.
Los llevo adonde tú vas y conforme te mueves
como en gramática el atributo sigue al nombre…»

O estos otros de Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931-):

«Lo primero que se ama
son los ojos: belleza
reunida mirándose.»

Y porque lo más bonito de los ojos no es el color, sino la mirada, y porque la vida de cada uno está en las manos de otros más que en las propias, creo en los seres humanos a pesar de todo. No poseemos nada más valioso que nosotros mismos.

El viento…

El viento… 150 150 Tino Quintana

«Cuántos caminos debe recorrer un ser humano,
antes de que le llames “ser humano” (…).
La respuesta, amigo mío, está soplando en el viento.
La respuesta está soplando en el viento».
(Bob Dylan)

Pero el ser humano es ese «bípedo desagradecido, cuyo principal defecto es la perversidad crónica de la que ha sufrido a todo lo largo de la historia… y que jamás abandonará el verdadero sufrimiento, es decir, el caos y la destrucción», dice Fedor M. Dostoievski (Memorias del subsuelo, VII).

«¡La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena, y después no se le oye más …; un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa!», afirma William Shakespeare (Macbeth, V, 5).

Sin embargo, con el paso de los años, yo encuentro cada vez más insoportable el mal humor y el lamento por el lamento; encuentro estéril vivir permanentemente enfadados con el mundo y empeñarse en arreglar la sociedad eliminando a la otra mitad; encuentro impresentable la superficialidad y la falta de crítica constructiva; encuentro irrespirable el aire contaminado de exaltación violenta y de agresividad, de susceptibilidad y de resentimiento y, sobre todo, de saber que un ser humano mata a otro ser humano.

Siempre he admirado a las personas positivas, por su luz, por su calor y por el orden que dan a las cosas. Sé de lo que hablo, pues convivo feliz con una de ellas. Maltratada por el dolor y la adversidad, sigue siendo capaz de soñar con estos versos de Ezra Pound:

«Yo, sólo yo, he conocido los caminos
a través del cielo, el viento por lo tanto es mi cuerpo».

Horizontes

Horizontes 150 150 Tino Quintana

Hay un horizonte común para el mundo común y hay horizontes para otros tantos mundos, es decir, otros tantos entornos contextualizados en diferentes tipos de sociedades, grupos, equipos y seres vivientes, incluidos los humanos.

Los humanos, además, tenemos la capacidad de crear horizontes para vivir con un sentido. No cabe duda de que la Ilíada, la Odisea, la Eneida y la Biblia, por ejemplo, definen horizontes que se transmiten y se comparten, se critican y se niegan.

Alejandro Magno dormía con la Ilíada debajo de la almohada, según cuenta Tito Livio (Ab urbe condita). Y Nietzsche llegó a decir que «entre lo que encontramos en Píndaro y en Petrarca, y lo que encontramos en los Salmos, hay la misma diferencia que existe entre la tierra extranjera y la patria» (Aurora).

Los horizontes también obligan a mirar hacia dónde se va y por donde se va, porque señalan los límites de nuestra situación y de nuestros proyectos… de nuestros sueños.

Una de las versiones del mito griego de Ícaro, encerrado junto a su padre Dédalo en un laberinto, cuenta que Dédalo fabricó unas alas para escapar de allí enlazando las plumas con hilo y cera. Cuando estuvieron preparadas se las pusieron para salir volando y Dédalo le dijo a Ícaro: “no vueles muy alto para que no se derrita la cera por el sol, ni cerca del mar para que no se desprendan las plumas por la humedad”. Ícaro, entusiasmado, voló y voló cada vez más alto, hasta que, fundida la cera, cayó al mar y pereció.

Si a ustedes les apetece alguna vez subir al cerro de Santa Catalina, en Gijón (Asturias) y situarse debajo de El elogio del horizonte, de Eduardo Chillida, intenten, allí, mirar a lo lejos, escuchar el viento y recordar algunos de estos versos:

«Soy el viejo marino
que cose los horizontes cortados».
(Vicente Huidobro)

«En mi verso soy libre: él es mi mar.
Mi mar ancho y desnudo de horizontes…»
(Duce María Loynaz)

Noche de Reyes

Noche de Reyes 150 150 Tino Quintana

Queridos Reyes Magos:

Quiero hacerles a ustedes algunas confidencias antes de que entren esta Noche por el balcón de mi casa.

Tal día como mañana, hace varias décadas, nació mi hija mayor. Fue un Día de Reyes especial. El paso fulgurante del tiempo me demuestra que es moldeable como los relojes de Dalí: puedo sentir un año como una breve serie de momentos y un solo momento como una eternidad, pero no soy capaz de medir la longitud de mi propia vida.

Mis padres y mis hermanos están muertos. Soy el último de mi línea familiar. Ni siquiera sé si yo mismo llegaré a la siguiente Noche de Reyes, aunque nada avisa de lo contrario.

He superado etapas oscuras en las que me veía como un niño con una vela encendida en la mano, mientras recorría habitaciones desiertas, diciendo: «Se me hace eterna la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba… ¡Siento asco de mi vida!» (Job 7, 4; 10, 1).

Ahora, la vida profesional ha terminado. Quedan restos de actividades académicas y algún compromiso de trabajo colectivo que me mantienen vigilante y alerta, pero también irán desapareciendo poco a poco igual que se desconectan una a una las partes de cualquier máquina “jubilada” para el sistema productivo.

Así todo, hay algo que nadie me puede arrebatar: la pasión de leer y de escuchar música, la calma para pensar, el deseo constante de escribir, los cuidados a mi esposa y el cariño de mis hijos, el maravilloso idilio con mi nieto, la estima de mis amigos, en suma, el ansia de comunicarme y de compartir. Y, por encima de todo, el ansia de buscar la verdad, una búsqueda insaciable que produce una íntima satisfacción difícil de igualar.

Podría quedarme ciego y aprender la escritura Braille o que alguien me leyera a Virgilio o a Cervantes; podría quedarme sordo y seguir escuchando en mi cabeza la música de Bach o de Bruckner; podría quedarme tullido o discapacitado y vivir esperando el regalo de una caricia… y seguiría buscando esa sabiduría para colmar mi existencia.

«Porque soy del tamaño de lo que veo / y no del tamaño de mi estatura», como dice Fernando Pessoa (El guardador de rebaños, VII), puedo viajar por las galaxias, recorrer el mundo con la fantasía y bucear en los recovecos del corazón.

Tras leer las Argonáuticas, de Apolonio de Rodas (295-215 a.C.), estoy convencido de que vivir es urgente, pero navegar es importante; vivir es necesario, pero navegar es preciso.

Por eso les pido a ustedes, Reyes Magos, que me ayuden para que consiga ser protagonista de esa escena que narra el último libro de la Biblia: «Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20).

«Oye, hijo mío, el silencio»

«Oye, hijo mío, el silencio» 150 150 Tino Quintana

El Valle del Silencio está situado a los pies del Pico Tuerto y la Aquiana, en los montes Aquilanos, en la comarca de El Bierzo, España. Allí fueron a vivir numerosos eremitas, desde el siglo VII, buscando el retiro para escuchar la voz interior.

Se dice de uno de aquellos eremitas, San Genadio, que estaba meditando en su cueva y no conseguía concentrarse debido al murmullo del río, así que, golpeando con su cayado, dijo: «¡Cállate!». Y el río dejó de hacer ruido.

El silencio es el ámbito de la escucha, de la comunicación, de las respuestas; permite escuchar palabras sin voz, contemplar rostros sin rostro, dar besos sin labios, pensar ideas sin libros; hace posible entrar dentro de uno mismo y conocerse, porque, en última instancia, «la palabra es el resumen del silencio», como decía Roberto Juarroz.

Yo siempre he creído que la música existe no sólo porque hay instrumentos, sino porque hay silencio. La novena sinfonía de Mahler, por ejemplo, exige continuar escuchando en completo silencio sus últimos acordes sin el sonido directo de la orquesta.

Pero hoy vivimos inmersos en el ruido por fuera y por dentro. Sí. Demasiado ruido.

Por eso les pido a ustedes que lean con calma estos versos de García Lorca:

«Oye, hijo mío, el silencio.
Es un silencio ondulado,
un silencio,
donde resbalan valles y ecos
y que inclina las frentes
hacia el suelo».

¡Ábreme la puerta!

¡Ábreme la puerta! 150 150 Tino Quintana

El lugar físico del hogar o la casa es mucho más que una construcción con tejado y tabiques. Va más allá del centro geométrico, geográfico o político. Es un centro existencial: reúne y orienta.

Hay muchos que tienen que dejar su casa y marchar lejos, quizá muy lejos, abandonando la lumbre del hogar, y no saben dónde guarecerse, «porque todas las puertas dan afuera del mundo», como señala Mario Benedetti. ¡Y hay tanta gente afuera buscando el centro perdido!

Dice Warsan Shire, poeta refugiada somalí, que, en esos casos, la casa o el hogar es una especie de voz sudorosa que te va diciendo en el oído:

«Vete, corre lejos de mí ahora.
No sé en qué me he convertido, pero sé
Que cualquier lugar es más seguro que éste».

En realidad, el hogar originario es el propio ser humano. Somos nosotros mismos quienes acogemos, o no, a quienes llaman a la puerta. Lo expresa muy bien Elvira Sastre:

«A ti podría decirte
que para mí
cualquier lugar
es mi casa
si eres tú
quien abre
la puerta».

Tino R. Quintana

Profesor de Ética, Filosofía y Bioética (Jubilado)
Oviedo, Asturias, España

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