• Ha llegado usted al paraíso: Asturias (España)

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Sucesos que atraen la atención por su impacto en la escena de la vida cotidiana u otros temas relevantes de carácter cultural, científico o humanístico referentes a la vida.

Las letras

Las letras 150 150 Tino Quintana

Las letras del alfabeto tienen magia. Están ahí para crear sonidos, palabras, frases, libros, poemas, sueños, como hicieron Homero, Virgilio, Dante, Milton, Cervantes…

Las letras se hacen compañía en las palabras. Pienso que en el origen mismo de su historia anida la voluntad de reunión y la idea de compartir. El Premio Princesa de Asturias de las Letras 2022, Juan Mayorga, ha dicho que «los autores reunimos letras con el deseo de que un día unos actores se reúnan en torno a ellas y luego abran su reunión a la ciudad».

A propósito. Ya hace tiempo que no consigo juntar la p, la a y la z. Si alguno de ustedes sabe cómo hacerlo y me lo dice, se lo agradecería.

Cuenta José Jiménez Lozano en El Mudejarillo que, en cierta ocasión, Juan de Yepes (San Juan de la Cruz) perdió la letra a mientras escribía, pero no se dio cuenta. La encontró una mujer que lo observaba y la entregó a los compañeros del frailecillo, quienes, con cierta envidia, comentaron: «¡Date, que éste escribe!».

Quizá podría haber sido la a de alguno de estos versos de su Cántico espiritual:

«¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido».

Bella y profunda unión de letras que sólo reclama silencio y el sonido de un acorde de guitarra, porque «la guitarra es un pozo / con viento en vez de agua» (Gerardo Diego).

Que descansen. Buen fin de semana.

Las manos

Las manos 150 150 Tino Quintana

El día había transcurrido con normalidad, sin novedades ni alteraciones.

Cuando me acosté, por la noche, soñé que estaba entre olivos, en un lecho preparado con sus hojas caídas y cubierto por ellas, como si fuera un diminuto Ulises, recién salido del mar, cuando pasó su primera noche en tierra de los feacios (Odisea, V, 483).

Después, me pareció que intentaba trepar por las paredes de un pozo sin fondo, pero, por más que lo intentaba, no conseguía ascender. Hice un último esfuerzo y cuando miré hacia arriba, desesperado y agotado, me agarré a una mano abierta que me ayudó a salir.

Sentí que alguien estaba tocando mi rostro. Desperté y vi la pequeña mano de mi nieto que estaba comprobando si yo estaba durmiendo o despierto, y entonces, mientras lo miraba a los ojos, sonriendo, recordé los versos de Pedro Salinas:

«Las manos son muy grandes y se puede
dejar a un ser entero en unas manos».

Me levanté y fuimos a la cocina cogidos de la mano. Él tomó un yogur y yo café.

«Te necesito»

«Te necesito» 150 150 Tino Quintana

«Tengo 95 años. Me queda poco y te necesito».

Así me lo acaba de decir un amigo, casi olvidado, pero que no se había olvidado de mí. Y fui a verle. Me dijo que siempre pedía al cielo para que yo fuera feliz.

Le conocí hace medio siglo. Yo, todavía muy joven, inexperto y buscador del saber que todavía hoy no ha superado la bisoñez del aprendizaje. Él, ya entonces médico cualificado. Apenas nos quedó nada por hablar yendo y viniendo por el Paseo de la Grúa.

La sonrisa era su gesto habitual. Su rostro transmitía sosiego. Hablaba pausadamente, paladeando las palabras. Miraba de frente, y, por encima de todo, escuchaba. Muchas veces quedábamos mirando en silencio al mar. Luego, reanudábamos la conversación.

Desde entonces, han quedado grabadas en mí dos tareas: el conocimiento de lo que por aquellos años comenzó a llamarse bioética, y la sintonía con la vida y el mundo de los profesionales sanitarios. Esto ha condicionado por completo mi vida para bien.

No sé dónde localizó mi teléfono. Su alegría salía del corazón, como si hubiera encontrado lo que creía perdido. Recordé, con envidia y falso pudor, a san Agustín de Hipona por quien su madre, santa Mónica, tanto había llorado siendo su hijo joven: «no puede perderse el hijo de tantas lágrimas». Le dijeron.

Cuando ahora miro tantas veces atrás ─quizá porque soy cada vez más “mayor” ─, compruebo que hay quienes van pisando mis huellas, lo que demuestra, en realidad, que lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos. Tenía razón Antonio Machado:

«Caminante, son tus huellas
el camino y nada más».

Ya nos hemos reencontrado: un largo abrazo entre sollozos, una larga conversación, como antiguamente, y un compromiso de seguir viéndonos lo que nos permita la vida. Al final, me pareció oportuno recitarle los siguientes versos atribuidos a Jorge Luis Borges:

«No puedo cambiar tu pasado ni tu futuro.
Pero cuando me necesites estaré junto a ti».

Anochecía cuando volvía a casa caminando por los senderos del alma, transeúnte de mí mismo. Levanté la vista, las estrellas parecían candiles encendidos y en mis oídos seguían resonando sus palabras: «Tino, tengo 95 años, me queda poco y te necesito».

«Por un beso…»

«Por un beso…» 150 150 Tino Quintana

Me asomo a la ventana, esa especie de «balcón de la casa de vivir», igual que hacía Bernardo Soares en El libro del desasosiego de Fernando Pessoa.

Miro hacia arriba y veo pasar incesantemente nubes como si el cielo estuviera desmadejando ovillos blancos. La vida se parece mucho a una madeja que vamos devanando… o enmarañando. Depende de lo que se haga con el hilo.

Miro hacia abajo y veo bultos que se mueven sobre dos palos. También observo paraguas que se mueven sin parar y recuerdo el problema que tenía Descartes para identificar los sombreros que se movían. Me acuerdo también de Oliver Sacks y El hombre que confundió a su mujer con un sombrero.

Desde ese balcón de la vida percibo el mundo como una interminable y variopinta galería de cuadros móviles, una especie de paisaje en el que me llaman la atención dos cosas: una, que lo natural es lo extraño y lo artificial ha pasado a ser lo natural; y otra, que hay demasiado ruido y resulta difícil identificar el tono de lo que sucede.

Y veo, además, que se sigue dando importancia al traje, cuando, en realidad, es sólo lo exterior. No suele ser habitual mirar hacia dentro, unas veces porque puede dar miedo, otras porque nos desconocemos y, quizá la mayoría de las veces, porque vivimos rodeados de demasiados espejos que no nos pueden sacar de nosotros mismos.

Por eso creo que es necesario hacer como el citado Bernardo Soares: «pensar con las emociones y sentir con el pensamiento». ¡Ay de las filosofías y de las religiones que no sepan oler las flores ni escuchen los latidos del corazón!

Yo echo de menos las caricias de mi madre, porque eran únicas. Pienso ahora que la ternura de sus manos se hizo inmortal:

«Cuando no sabía
aún que yo vivía en unas manos,
ellas pasaban sobre mi rostro y mi corazón»
(Antonio Gamoneda).

La leyenda griega atribuye a Helena, esposa de Menelao, una gran belleza pretendida por muchos héroes. Fue seducida o raptada por Paris, príncipe de Troya, lo que originó la guerra de Troya. El caso es que, por causa de Helena, los guerreros aqueos y troyanos se hicieron inmortales. Christopher Marlowe escribió dos versos sublimes: «Helena, tráeme mi alma de nuevo … hazme inmortal con un beso». Gustavo Adolfo Bécquer lo dijo con otras palabras:

«Por una mirada, un mundo;
por una sonrisa, un cielo;
por un beso… yo no sé
qué te diera por un beso».

Los besos de una madre y de un niño son como el cielo: inmortales.

Como arqueros

Como arqueros 150 150 Tino Quintana

En las primeras líneas de su Ética a Nicómaco, describe Aristóteles a los seres humanos como arqueros que tienen un blanco. El fin de la vida humana no consiste sólo en buscar lo bueno sino lo mejor, es decir, lo óptimo. Decir que la ética trata de lo bueno es, en el fondo, una simplificación. Nadie puede conformarse con menos de lo óptimo.

Hay muchas flechas ─quizá la mayoría─ que no dan en la diana y hay muchas otras que suelen salirse de su objetivo y perderse en el vacío. Pero apuntamos a la diana, al blanco.

Cuestión diferente es pasar «de la difinición a lo difinido», como decía Guzmán de Alfarache. Ni en los modos ni en los medios ni en los por qué nos pondríamos de acuerdo acerca del “blanco”. Al fin y al cabo, la tarea del arquero se parece a la pregunta que se hacía Ausonio: «¿Qué camino tomaré en la vida? (¿Quod vitae sectabor iter?)». La vida no se nos da hecha. Hay que hacerla. Lo habitual es seguir la línea de la flecha.

Las flechas somos nosotros mismos, enteros. Nada de lo que es cada uno queda fuera o al margen de ese disparo al blanco. Todo nuestro “yo” está lanzado en una dirección.

«¿Qué arco habrá arrojado esta saeta
que soy? ¿Qué cumbre puede ser la meta?».
(José Luis Borges)

Yo, quizá como la mayoría, he disparado mal, he perdido flechas y me ha costado media vida aproximarme a la diana. Recuerdo a menudo los versos de Dante:

«A mitad del camino de la vida
me encontré yo en una selva oscura
con la senda derecha ya perdida»
(La divina comedia).

Quizá por eso me impactaron siempre las palabras de Marguerite Duras: «Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde» (El amante).

A estas alturas creo haber encontrado paz interior y perspectivas, pero ¡ay! he sentido con frecuencia un dolor lacerante leyendo y releyendo estos versos de Dámaso Alonso:

«Dime, di que me buscas.
Tengo miedo de ser náufrago solitario,
miedo de que me ignores
como al náufrago ignoran los vientos que le baten,
las nebulosas últimas, que, sin ver, le contemplan».

Por eso sigue siendo universal el mensaje de estas palabras: «Busca el arquero un blanco para su flecha, ¿y no lo buscaremos para nuestras vidas?» (José Ortega y Gasset).

El «duende»

El «duende» 150 150 Tino Quintana

Tengo una foto de mi nieto, con su madre, contemplando una puesta de sol. Su boca entreabierta y la mirada de sus grandes ojos revelan asombro, expectación, descubrimiento, conmoción. Es una imagen de efectos indescriptibles.

Decía el Fausto, de Goethe, que «el estremecerse es lo mejor que tiene el ser humano; por más que el mundo le encanalle el sentimiento, siente hondamente lo enorme al sobrecogerse».

Hay espectáculos, actividades humanas y personas que tienen un encanto misterioso e inefable, es decir, que tienen “duende”: el espíritu de la evocación que brota de muy adentro como una reacción emocional y física ante cosas sorprendentes. Eso que nos pone la piel de gallina o nos hace reír o llorar cuando contemplamos algo que presenta una intensa fuerza expresiva.

Federico García Lorca escribió un ensayo en 1933, Juego y teoría del duende, donde dice que «el duende sube por dentro desde la planta de los pies. (…) Este poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica (…) hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre (…), no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo».

El duende viene saltando de un lugar a otro desde Altamira hasta Velázquez; desde las epopeyas de Homero hasta las bailaoras de Cádiz; desde la cítara del rey David hasta la tonada de un pastor en las montañas de Asturias; desde las hazañas de Eneas hasta los ojos asombrados de un niño mirando una puesta de sol.

«No basta abrir la ventana
para ver los campos y el río.
No es suficiente no ser ciego
para ver los árboles y las flores».
(Fernando Pessoa, Poemas de Alberto Caeiro)

Resulta imprescindible estar dispuestos a mirar y a escuchar y a ser como niños para asombrarse ante las cosas que tienen duende. Esto no viene de fábrica. Se aprende haciéndolo.

En los escenarios de guerra hay muerte, destrucción y tierra yerma. No hay duendes.

Ya es de noche. Estoy cansado. Me levanto, abro la ventana y miro la noche estrellada mientras recito dos versos de García Lorca:

«Por el cielo va la luna
con un niño de la mano».

No han podido asesinar el duende de García Lorca. No lo consiguieron.

Lo torcido

Lo torcido 150 150 Tino Quintana

Lo derecho no es por necesidad lo diestro, lo bueno nada tiene que ver con lo azul, ni lo malo con el rojo o lo zurdo, aunque fuera así por un tiempo ─por desgracia─. A mí, de niño, no me contaron el cuento de “Caperucita Roja”, sino de “Caperucita Encarnada”.

Viene esto a cuento de que lo derecho, lo recto y lo perfecto se dan la mano con lo curvo y lo imperfecto. Nos han acostumbrado ─o domesticado─ a ir “todos a una”, como Fuenteovejuna, y olvidamos que lo torcido es un hecho cotidiano (Fabio Lacolla, El derecho a lo torcido, Ediciones Galerna, Buenos Aires, 2022).

Conviene recordar que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos, pero no la única línea entre esos puntos. Puede haber curvas, muchas curvas, y sabemos por experiencia lo peligroso que es hacer rectas las curvas. En realidad, no hay contactos sin distancia, ni música sin silencio, ni amores sin ventiscas, ni ciencia que no sea falsable, ni fe religiosa sin «noche oscura del alma», como decía san Juan de la Cruz.

Obsesionarse por tener o poseer rectitud y perfección puede provocar distracciones, egoísmos y esterilidad. Tener por tener, embrutece. Poseer por poseer, mata.

El asunto no consiste en pasar la vida dando tumbos y bandazos. No se trata de eludir la «derechura» de lo recto, como aseguran las Partidas de Alfonso X, sino de aceptar y aprender de los desvíos, de lo imprevisto, de lo inesperado.

Las curvas cerradas y los cambios bruscos de rasante enseñan que resulta imposible vivir sin dirección y sin incertidumbre. Tomar el volante con las manos, pisar los frenos o encender las luces de posición no es de mojigatos; es, simplemente, de humanos.

Lo torcido no es hacer lo que a cada uno le viene en gana, ni avanzar con los ojos cerrados. Torcer no es quebrar, ni romper, ni fracturar. La torcedura es distensión de algo blando y sinónimo de arquear, combar, encorvar. Tiene que ver con la duda y con el error, con lo inacabado y lo incompleto y, a menudo, con la tristeza, la angustia, el dolor, el sufrimiento, la desorientación y, sobre todo, con la búsqueda. Puede reconstruirse.

Un poeta español, defensor del “misticismo libertario”, Jesús Lizano, que oía con frecuencia decir a su madre “me gustan las personas rectas”, escribió estos versos:

«A mí me gustan las personas curvas,
las ideas curvas,
los caminos curvos
porque el mundo es curvo.

los suspiros: curvos;
los besos: curvos;
las caricias: curvas.

No me gustan las cosas rectas
ni la línea recta:
se pierden
todas las líneas rectas.

Vivir es curvo…
el corazón es curvo.
A mí me gustan las personas curvas
y huyo, es la peste, de las personas rectas».

Y para que les resulte a ustedes algo más agradable pasar por tantas torceduras, curvas y contracurvas, les dejo algunos versos sueltos de Claudio Rodríguez:

«El dolor verdadero no hace ruido»

«El dolor es la nube,
la alegría, el espacio;
el dolor es el huésped,
la alegría, la casa».

«Lástima de saber en estos ojos
tan pasajeros, en vez de en los labios.
Porque los labios roban
y los ojos imploran».

Que disfruten el fin de semana. Saludos.

Cuentos de niños

Cuentos de niños 150 150 Tino Quintana

Érase una vez una diosa que vivía al borde del mar. Cuando echó a andar el tiempo salió de su casa para dar luz a las cosas y, luego, lo fue repitiendo un día tras otro hasta hoy. Lleva en su mano unas llaves para abrir las puertas al carro del sol. Se dice en la Odisea que Ulises veía siempre aparecer la «aurora temprana de dedos de rosa». Desde entonces, al amanecer, se oye con frecuencia esta canción:

«Quiero que no me abandones
Amor mío, al alba
Al alba, al alba
Al alba, al alba»
(Luis Eduardo Aute)

Existió hace mucho, mucho tiempo, una tribu cuyos habitantes se subían a una escalera todos los días y limpiaban el cielo con agua y jabón. En muchas partes quedaba tan azul que luego no se podía tapar el sol, pero lo más frecuente era que se ensuciara pronto con la porquería que subía de abajo. Sucedió en cierta ocasión que, para realizar un gran desfile militar, decidieron parar durante tres días fábricas, aeropuertos y obras, y el cielo se volvió azul. Pero el resto del año estaba gris y no había desfiles militares. Esto sucedía, según la mayoría, porque «las armas tienen miedo a la falta de guerra». (Eduardo Galeano, El miedo global).

Hace muchos, muchos años, había un pueblo de cazadores con arco y flechas. Salían temprano con el arco al hombro y el carcaj lleno de flechas. Pero uno de ellos, que nunca iba con los demás, estaba convencido de que podía apuntar a las estrellas y hacerse con una de ellas utilizando una sola flecha. Y pasaba noches y noches, en solitario, escudriñando el momento del disparo perfecto. La noche en que se decidió a disparar su flecha regresó, cabizbajo y triste, y dijo a sus vecinos:

«Lancé mí única flecha, y se perdió en la sombra.
Y nunca he de saber si llegó a las estrellas».
(José Ángel Buesa, 1910-1982)

Había una vez un poeta en una ciudad cualquiera de altos edificios. Tenía la costumbre de mirar más arriba, a la noche estrellada, y tan a gusto se sentía que, en una ocasión, estiró el brazo y con la mano abierta se apoderó de una estrella. La escondió en su casa lo mejor que pudo, en el bolsillo, debajo de la cama, en los recovecos de la casa, pero su brillo le delataba, su luz se derramaba por todas partes. No podía ocultarla. Aquel poeta terminó envolviendo su estrella en un pañuelo y la echó con suavidad en las aguas de un río donde se fue alejando, alejando…

«como un pez insoluble
moviendo
en la noche del río
su cuerpo de diamante»
(Pablo Neruda, Oda a una estrella).

¿Y cómo puede suceder algo así? ─dirán ustedes─. ¡Ah! No lo sé a ciencia cierta.

Lo que sí sé es que vivía en cierto lugar un abuelo que dormía a su nieto por las noches. Después de contarle el cuento de los “Cinco pueblos de montaña” y el del “Pueblo de dos lados”, el niño se dormía en sus brazos. Y, entonces, el niño se transformaba en estrella. Era una estrella pequeña y joven, de doce meses, pero daba tanta luz que el abuelo no necesitaba lámpara alguna para leer ni escribir. Por eso tiene que haber algún lugar «donde ser feliz consiste solamente en ser feliz» (Fernando Pessoa, Cancionero).

Y por eso «nunca se debe decir a un niño que sus sueños son tonterías», como dicen que dijo William Shakespeare.

Relatos de una pandemia

Relatos de una pandemia 150 150 Tino Quintana

La Covid-19 ha chocado frontalmente contra nuestras vidas y nos ha dejado conmocionados, desconcertados, aturdidos. Apenas ha quedado algún resquicio por el que no haya dejado de penetrar la pandemia y sus consecuencias.

A lo largo de estas fechas ha quedado a la intemperie la fragilidad, la impotencia, el cansancio, la confusión, la responsabilidad, la protección, el cuidado…

Pero, quizá sobremanera, se ha puesto de relieve el carácter limitado del conocimiento humano, aún a sabiendas del espectacular desarrollo científico alcanzado. La Covid-19 nos ha dado a todos, sin excepción, una lección de humildad en todos los órdenes de la vida.

Más aún, actualmente, se ha puesto intensivamente el acento en la información: hoy disponemos de una enorme cantidad de información en red. Nunca había sucedido nada igual. Pero tener mucha información no equivale a tener conocimiento y sabiduría.

Si el crecimiento exponencial de la ciencia y de la técnica no va parejo al crecimiento en actitudes, al desarrollo de la razón cordial, al movimiento del corazón, es decir, si el tratamiento de la información no es proporcional al conocimiento ético, a la disposición proactiva de mejorar las relaciones humanas, de cultivar la fortaleza, la firmeza y la generosidad para vivir éticamente, si no es así, estaríamos haciendo una farsa.

Presumir de una ética centrada en la gratitud, la reciprocidad, la solidaridad y el respeto, y pasar la vida produciendo ingratitud, partidismos, insolidaridad, sufrimiento y desprecio, sería absurdo.

En estos tiempos se pone de relieve que la existencia adquiere un sentido desde la casa que es el “otro”. Son los otros quienes nos ponen a cubierto y a quienes acudimos pidiendo ayuda. Los otros son el hogar originario, como ha sugerido con tanta belleza Pedro Salinas:

«Las manos son muy grandes y se puede
dejar a un ser entero en unas manos».

A lo largo de estos largos meses he tenido tiempo para poner palabras a mis reflexiones y sentimientos, que han quedado recogidos en estas páginas. En el enlace inferior se agrupan los artículos a modo de miscelánea ordenada por fechas.

Como se podrá observar, son textos que no contienen nada nuevo ni especial. Sólo persiguen suscitar en ustedes proximidad y cercanía.  A ese propósito hago míos los versos del poeta mexicano Eduardo Casar:

«Quisiera estar a dos pasos de ti.
Y que uno fuera mío y el otro fuera tuyo».

Oviedo, junio de 2022

RELATOS DE UNA PANDEMIA

Atardecer

Atardecer 150 150 Tino Quintana

Creo que aún no soy viejo o, al menos, no lo suficiente, pero me gusta el atardecer.

Hace unos días, Luis García Montero dijo que le apetecería ser nube, no para echar el chaparrón sobre la gente a la vuelta de la esquina, ni molestar a nadie, sino para «empapar corazones secos y alegrar la vida».

A veces me siento como un águila en el aire, como canta Pablo Milanés. Levanto el vuelo al amanecer; navego contra el viento; veo desde muy arriba bajo las aguas del río; vuelo y vuelo cada vez más alto, más alto, y me poso en la grieta de la roca al atardecer.

He pensado que Heródoto tuvo que haber pasado un tiempo en Portugal deleitándose con el fado. Resulta imposible imaginar la Odisea sin esa música desgarradora, melancólica y eterna. Casi seguro que algún ascendiente de Amalia Rodrigues iba en el barco con Ulises, de vuelta a Ítaca, cantando versos parecidos a éstos de Fernando Pessoa:

«Si yo supiera que mañana moriría
Y que la primavera sería pasado mañana
Moriría contento, porque ella sería pasado mañana».

«Se soubesse que amanhã morria
E a Primavera era depois de amanhã,
Morreria contente, porque ela era depois de amanhã».

Dice Jaime Sabines que «la luna se puede tomar a cucharadas o como una cápsula cada dos horas». Sirve para todo y carece de contraindicaciones: tocar el cielo con los dedos, visitar países que no existen, ser rico sin que nadie se entere, eliminar sustancias tóxicas, cerrar los ojos a los ancianos, hacer soñar a los niños… Es bueno poner un poco de aire de luna bajo la almohada para mirar lo que se desea ver y escuchar lo que se quiere oir.

La vida es como un parpadeo. En un abrir y cerrar de ojos, el tiempo se escurre de las manos igual que un puñado de arena entre los dedos. Cuando cae la tarde se da uno cuenta del significado de estos versos de Mario Benedetti:

«A veces uno es
manantial entre rocas
y otras veces un árbol
con las últimas hojas.
Pero hoy me siento apenas
como laguna insomne
con un embarcadero
ya sin embarcaciones

una laguna verde
inmóvil y paciente
conforme con sus algas
sus musgos y sus peces,
sereno en mi confianza
confiando en que una tarde
te acerques y te mires,
te mires al mirarme».

Me gusta parecerme a la nube, al águila en el aire, a la música del fado, al paliativo de luna y a la laguna verde a la que usted pueda acercarse y se mire al mirarme.

Por eso me gusta el atardecer y creo que aún no soy viejo o, al menos, no lo suficiente.

Tino R. Quintana

Profesor de Ética, Filosofía y Bioética (Jubilado)
Oviedo, Asturias, España

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