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Sucesos que atraen la atención por su impacto en la escena de la vida cotidiana u otros temas relevantes de carácter cultural, científico o humanístico referentes a la vida.

Una estrella en mi ventana

Una estrella en mi ventana 150 150 Tino Quintana

«Amarte fue como clavar una estrella en el cristal de mi ventana». Así comienza la autobiografía de Alda Merini.

Mientras tanto, escucho a Ella Fitzgerald (Spring will be a little late this year): «La primavera llegará un poco tarde este año, / llegará un poco tarde aquí, a mi mundo solitario».

El cielo se pone oscuro y triste, porque me cuesta ver a la gente sufrir.

Las nubes lloran sin parar, porque no me gusta enfrentarme al hecho de que soy frágil.

Las tormentas me empujan al pasillo de casa, porque sigo teniendo miedo.

El día se vuelve triste, porque no me gusta sentirme feliz a costa de los demás.

La noche cae, inexorable, porque no hay modo de acabar con la locura de las guerras.

Por eso prefiero imaginar algo más positivo, aunque tenga que ir lejos a buscarlo.

He imaginado, muchas veces, que llevaba conmigo restos procedentes de esa figura humana de Atapuerca, aún sin definir, de hace 1,3 millones de años. Otras veces, imaginaba que provenían del barro que amasaban las mujeres egipcias a orillas del Nilo, hace miles de años, mientras cantaban a Isis, la diosa de la vida.

También me ha parecido ver alguna vez al sol con sombrero y cara de girasol, y a la luna sonriéndome, por la noche, pero nunca supe por qué. Simplemente, los he visto.

Llegados a este punto, me apetece contar algunas de entre tantas cosas que me gustaría haber aprendido y haber visto con estos mismos ojos que ya suman muchas décadas.

Me gustaría haber contemplado la escena en que Alejandro Magno sacó de su cinturón una moneda de oro, y se la lanzó a un filósofo que no paraba de hablar. El hombre la atrapó al vuelo y, al verla, preguntó: «¿Por qué?». Y Alejandro dijo: «Para que te calles».

Me gustaría haber vivido en Cartago y haber conocido allí a la saga de los Barca: Amílcar, Aníbal, Asdrúbal y Magón. Y, en particular, a Aníbal, el padre de la estrategia, que hacía de cualquier circunstancia la mejor y de cualquier situación precaria un triunfo.

Me gustaría haber estado al lado de Homero cuando escribía la Odisea; en un teatro griego para ver las obras de Esquilo o las comedias de Aristófanes.

Me gustaría haber asistido a alguna de las polémicas entre Agustín de Hipona y los maniqueos. Eran públicas y ante notario. Se conservan las actas.

Me gustaría haber estado en Burundi, junto a mi hermano Yayo, durante la matanza entre hutus y tutsis.

Me gustaría haber asistido, en París, al final de todos y cada uno de los cinco Tours de Francia que ganó Miguel Induráin.

Me gustaría haber visto a Cervantes escribiendo Don Quijote de la Mancha; estar con Juan Sebastián Bach mientras componía la Pasión según San Mateo; hablar con Kant, Hegel y Marx; leer la primera edición del primer día de Cien años de soledad. Son cuatro experiencias que podrían transformar la vida de cualquiera.

Tony Bennett canta ahora Boulevard of Broken Dreams: «En el boulevard de los sueños rotos / yo soy el único, y camino solo / camino solo…». Sé bien que mi trayecto es personal, exclusivo, pero no es cierto que vaya solo. Así que me quedo con algo más sencillo, que me conforma y me confirma: con la gente que va conmigo.

Me gusta ser el corazón de las cosas y actuar como si sus latidos no tuvieran importancia.

«Me gusta la gente capaz de entender que el mayor error del ser humano es intentar sacarse de la cabeza aquello que no sale del corazón», como dice Mario Benedetti.

Me gusta la gente capaz de criticarme, pero sin herirme. Es señal de que me quieren.

Me gusta saber que las madres nos sacan a los demás, al menos, nueve meses de ventaja.

Me gusta pensar que podría contarle a mi nieto los cuentos que inventaba para mis hijos antes de dormir.

Pero, en este rincón del mundo, sólo soy un merodeador de palabras para urdir pensamientos, sugerencias, sueños… para comunicarme con ustedes.

Estoy escuchando en este momento a Diana Krall (But beautiful): «El amor es divertido o es triste, / o es tranquilo o es loco, / es algo bueno o es malo / … / es un dolor de corazón de cualquier manera, / pero es hermoso».

Por eso tomo unos versos de Antonio Gamoneda para intuir las caricias de mi madre:

«Cuando no sabía
aún que yo vivía en unas manos,
ellas pasaban sobre mi rostro y mi corazón».

Y por eso voy a utilizar las palabras de Alda Merini para decirle a mi esposa: «amarte es algo así como haber clavado una estrella en el cristal de mi ventana».

«Un poco de luz»

«Un poco de luz» 150 150 Tino Quintana

Aún anda por aquí el virus que nos ha dejado conmocionados y estamos asistiendo, pasmados, a una guerra cercana que nos rodea de pesadumbre. Hay otras guerras en apagón informativo: 7 años en Yemen con el 80% de su población (24,1 millones) en grave peligro de supervivencia y 5 años en Siria con el 10% de su población muerta o gravemente herida, por citar algún ejemplo.

En cierta ocasión, Mafalda, muy enfadada, le preguntó a su padre: «¿Papá, por qué funciona tan mal la humanidad?» Y ella misma añadió: «¡Que paren el mundo, quiero bajarme!». Es una imagen plástica y ocurrente, porque dan ganas de hacerlo, pero resulta poco práctica.

Decía Kant que el único principio universal de la ética que carece de defectos es la «buena voluntad»: la buena voluntad ─añado yo─ para favorecer la proximidad y suprimir distancias; para entenderse y buscar acuerdos; para ser sensibles y compasivos sin descartar a nadie. Nadie sobra.

Pero nos enredamos en vueltas y revueltas de ideas y razonamientos, mientras hay gente que se sigue matando y a la que matan, o sea, mientras vamos olvidando la buena voluntad y el mínimo ético que la sostiene: preservar vidas, proteger vidas, salvar vidas. Nada es posible sin vivir. Sucede, sin embargo, que hay situaciones paradójicas hasta el paroxismo donde hay que matar para vivir.

En el caso de Ucrania, donde se van acumulando los muertos por no cuidar la vida, se dice que el líder ruso es un nacionalista obtuso, que el líder norteamericano es un cínico, que los líderes europeos son unos fantasmas, que los costes energéticos de un lado, que las grandes superpotencias de otro, que la comprensión geoestratégica, que la explicación geopolítica, que el nuevo orden multipolar, que la guerra de la información, que el instinto de agresividad, que las leyes para entrar en la guerra, que las leyes durante la guerra, que la filosofía de la guerra, que la ética de la guerra…. Y vuelta a empezar.

¿Qué es lo que se nos está escapando, entonces? ¿De qué vivimos descuidados? ¿Estaremos ciegos? Son preguntas de Nicolai Hartmann, al principio de su Ética, que siguen siendo actuales.

Hay un fragmento Heráclito (siglo V a.C) donde se relacionan tres palabras: «ethos anthropos daimon». Lo habitual es traducir “ethos” como morada o casa, espacio abierto a los demás y al mundo donde el ser humano se encuentra con lo extraordinario ─los dioses buenos o malos─; también significa carácter, modo de estar y de ser, destino que se forja con las propias acciones.

Cuenta Aristóteles que fueron unos forasteros a ver a Heráclito para conocerlo. Hacía frío y lo encontraron en su casa calentándose junto al fuego. El viejo filósofo los miró y, viendo que dudaban, los invitó a entrar y les dijo: «también aquí se encuentran los dioses».

Aquellos visitantes buscaban sensaciones nuevas y quedaron decepcionados. Pensaban, quizá, que Heráclito les daría alguna idea deslumbrante para cambiar el rumbo de la humanidad, pero sólo vieron a un anciano que los invitaba a hacer cosas ordinarias: entrar y calentarse junto al fuego. Buscaban lo extraordinario fuera de lo ordinario, en lo extravagante, y se confundieron.

Carecemos de humildad para sentarnos juntos alrededor del fuego. Tenemos la convicción ─errónea─ de sentirnos moralmente superiores a los demás. Seguimos siendo extraños unos de otros porque no compartimos los mismos relatos. Preferimos aparcar en el propio “yo” en vez de salir y sumar fuerzas para hacer un mundo habitable y justo ─ El beneficio lo es todo, asegura Noam Chomsky─. Continuamos sin ponernos de acuerdo sobre qué debemos hacer, porque, en el fondo, tampoco estamos de acuerdo en qué es lo valioso en la vida. Y así nos va.

Somos proclives a cultivar el dios maligno que llevamos dentro. Deberíamos confiar en el “daimon” bueno de Heráclito, que sigue hablando, mezclado con otras mil voces, y quizá no lo distinguimos. Habría que liberarlo, escucharlo y compartirlo. Nos sugerirá un nuevo carácter, un modo de ser, un ethos bueno para vivir en casa: la Ciudad, el Estado y la Casa común planetaria.

Esto sigue siendo un sueño, y «los sueños, sueños son», según Calderón de la Barca, pero señalan una dirección. No necesitamos portentos, sino un poco de luz. Sólo un poco de luz en la casa:

«Yo no te pido que me bajes
una estrella azul
sólo te pido que mi espacio
llenes con tu luz».
(Pablo Milanés)

Es más humano pedir «un poco de luz y no de sangre», como dice Cervantes en El coloquio de los perros. Una señal de esperanza. Un poco de luz para todos. Sólo un poco de luz.

«Tristes. Tristes»

«Tristes. Tristes» 150 150 Tino Quintana

Salen con lo puesto. Si acaso, añaden una maleta hasta los topes que van arrastrando como si tirasen de la vida, como si llevaran a hombros a los que se quedan atrás. Algo así dice Virgilio que hizo Eneas, al finalizar la guerra de Troya, cuando cargó a su padre a cuestas para marchar al destierro (Eneida, II, 795). Ahora ya son varios millones de personas que huyen.

Al amparo de rincones de casas sin techo, en sótanos o en subterráneos del metro, las madres recuerdan a sus hijos y los viejos van desovillando los años perdidos. No tienen referencias. Cuando salen, van por caminos sin orillas, ven silbar el viento y saborean el «olor de la gente como si fuera una esperanza», igual que los caminantes de El llano en llamas de Juan Rulfo, pero no encuentran a nadie. El aire huele a miedo.

Tienen los pies ateridos y las manos entumecidas. Los guantes no son suficientes y los gorros no quitan el frío en las orejas ni en el rostro. La mucosidad se congela. Sostienen con dificultad la metralleta y llevan colgando en el cinturón varias granadas. Por la noche, resguardados tras las ruinas de una casa, intentan dormir, sienten miedo y se preguntan qué están haciendo allí.

Uno de ellos, tirado en el fango, apenas puede abrir los ojos. Tan sólo fue hace un par de segundos cuando explotó la bomba. A su lado hay un compañero que ya no respira. Tiene la cara destrozada. Está al borde de un enorme agujero de donde sale humo. Se echa a llorar. Nadie le puede oir. Se imagina dentro de un carro de heridos, en Guerra y Paz, que empuja la Natasha Rostov de León Tolstói, pero le invade algo parecido a lo que dijo un poeta: «Hasta cuándo este valle de lágrimas, a donde / yo nunca dije que me trajeran» (César Vallejo).

Me recuerda esto el comentario mordaz y pesimista de Walter Benjamin sobre un pequeño dibujo en papel con tinta china, tiza y acuarela, que le acompañó toda la vida. Su autor era el pintor suizo Paul Klee. El dibujo, titulado Angelus Novus (1920), representa a un ángel que está contemplando algo que le deja pasmado, con los ojos y la boca abiertos y las alas desplegadas. Está mirando al pasado donde sólo ve catástrofes y ruinas. Quisiera despertar a los muertos y recomponer la destrucción, pero comienza a soplar un huracán tan fuerte que, sin dejar de mirar al pasado, le empuja hacia el futuro al que da la espalda, mientras ante él van creciendo las ruinas. Y Benjamin añade: «Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso» (Tesis de filosofía de la historia, 9).

Por muchas contextualizaciones económicas y geopolíticas que tengan las guerras ─que las tienen─, siguen siendo lo que siempre fueron: inventos humanos para destrozar, arrasar y matar la vida que hace posible la guerra. Triste círculo vicioso.

«Tristes guerras
si no es amor la empresa.

Tristes. Tristes.

Tristes armas
si no son las palabras.

Tristes. Tristes.

Tristes hombres
si no mueren de amores.

Tristes. Tristes.»

(Miguel Hernández, Cancionero y romancero de ausencias)

¡No a la guerra!

¡No a la guerra! 150 150 Tino Quintana

Ante la guerra, yo no soy neutral. De entrada, ya digo NO. Todavía hay demasiado olor a inmundicia bélica procedente del siglo XX y de la actualidad: Libia, Siria, Yemen, Etiopía… Y aún hay más razón para condenar la invasión de Ucrania si es cierto que las fuerzas nucleares rusas se han puesto en “régimen de especial servicio”.

Es una evidencia que las geopolíticas y las geoestrategias han marcado el rumbo de la historia, pero los arrebatos “macro” de Moscú, Bruselas Washington, Pekín, y sus correspondientes oligarquías, contienen la misma esencia en distintos frascos: manipulan la información, la libertad, crean desigualdades… Casi seguro que yo no escribiría ahora exactamente lo mismo si estuviera viviendo en Kiev.

Por tanto, ¿es razonable confundir a Putin con Rusia? Más aún, ¿prescindiríamos de la calefacción por negarnos a recibir el gas ruso como protesta a la invasión de Ucrania?

Vladímir Putin no es un ejemplo de demócrata, ni de líder comprometido con la igualdad social, ni de respeto a las disidencias. Basta recordar su desprecio genocida hacia los chechenos. También creo que este nuevo zar es, en cierta medida, producto de la arrogancia, la prepotencia y la agresividad de los líderes occidentales. Tampoco la OTAN es, precisamente, un club de Hermanas de la Caridad: además de participar en la guerra de Afganistán (2001-2021), arrojó más de 9.000 toneladas de bombas en la antigua Yugoslavia durante la década de los años 90 del siglo XX.

Visto lo visto, no estaría nada mal la desaparición de todos los ejércitos del mundo, entregar el dinero de su presupuesto a dar de comer a la gente de África ─un continente, por cierto, cuyas fronteras son fruto de la avaricia colonizadora de Europa, EE.UU. y la URSS─ y dedicar las fábricas de armas a producir medicamentos genéricos. Lo que pasa es que no hay organismo mundial capaz de consensuar tal acuerdo internacional.

La violencia y la guerra no solucionan conflictos. Los aumentan y los generan. Creer que la violencia puede dar paso a una sociedad no violenta es absurdo, por contradictorio. Creer que la paz es resultado de la guerra, una locura, porque los vencedores ─si en realidad los hay─ jamás cuentan con los vencidos. Éstos se convierten, simplemente, en objeto de silencio, represión o exterminio. Basta recordar los trece soldados ucranios de la Isla de las Serpientes, asesinados por la Armada Rusa antesdeayer, porque no quisieron rendirse.

La ciudadanía es quien paga los “efectos colaterales”, porque siempre pierden los pueblos. Digo bien, sí, los pueblos, los cientos de miles de desplazados o de soldados ucranios y rusos que andan estos días a tiro limpio. En la vida diaria, la gente se relaciona de otra manera diferente a las decisiones de los líderes, los oligarcas y las estrategias bélicas.

Esta vez me quedo con Tácito: «Donde siembran la desolación, lo llaman paz».

El texto completo es el siguiente: «Auferre, trucidare, rapere, falsis nominibus imperium, atque ubi solitudinem faciunt, pacem appellant», es decir: «A robar, asaltar, asesinar, lo llaman con falso nombre imperio, y donde siembran la desolación, lo llaman paz». (Vida de Julio Agrícola, 30, 4). No necesita comentarios.

La piel

La piel 150 150 Tino Quintana

Hemos echado de menos el contacto físico y los abrazos durante la pandemia. Nos dejábamos tocar por la calidez de la voz. Ha sido triste y trágico en numerosas ocasiones.

Dice Aristóteles en El origen de los animales que «la naturaleza ha dotado al ser humano de la piel más fina, en relación con su tamaño».

La piel es límite y frontera, y superficie de contacto, y lenguaje. Si el rostro fuera un árbol, y alguien lo sacudiera, dejaría el suelo cubierto de letras. Al tocarnos, nos sentimos, nos interpretamos, nos comunicamos. El contacto de la piel representa mucho más que una reacción biológica o del sistema nervioso. Creo que es un error cosificar la piel humana.

El tacto y la piel hablan, dicen y transmiten cosas. Tienen que ver con la sensibilidad, la receptividad y la apertura. Lo contrario es la cerradura y el cierre, la frialdad y la indiferencia. ¿Tendrá que ver todo esto con el modo de entender lo humano?

Pablo Neruda nos ha dejado muchos versos sobre la piel. He aquí dos de ellos:

«Tu piel, la república fundada por mis besos».
«Debajo de tu piel vive la luna».

Curzio Malaparte, desde otra perspectiva diferente ─la II Guerra Mundial─ lo ha expresado así: «Hoy en día sufrimos y hacemos sufrir, matamos y morimos, realizamos hazañas maravillosas y actos horrendos no ya para salvar la propia alma, sino para salvar la propia piel … Todo lo demás no cuenta. Hoy se es héroe por una cosa bien mezquina. Por una cosa asquerosa. La piel humana» (La piel, Galaxia Gutenberg).

La escucha y la lectura llevan palabras que nos tocan de algún modo. Son como el tacto. Al igual que los textos de Neruda y Malaparte, suscitan preguntas, reflexiones y respuestas: nos hacen responsables. Palabras que, al escucharlas, dan la palabra y hasta invitan a guardar silencio, no porque sea agradable hacerlo en medio del ruido, sino porque distingue a quien sabe responder y callar en el momento oportuno.

A mí me parece que la piel insensible no percibe ni transpira; resulta inquietante, turbadora, fría; produce desasosiego y extrañamiento. Es lo mismo que tocar algo vacío y seco, muerto, en definitiva. ¿Será ésta otra forma de lo humano o lo inhumano?

A ese propósito quiero traer aquí unos versos de sor Juana Inés de la Cruz:

«Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como en tu rostro y en tus acciones vía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba».

Quizá por eso nos decimos de vez en cuando: “Tienes el corazón a flor de piel”.

Violencia (?)

Violencia (?) 150 150 Tino Quintana

La violencia es un fenómeno harto complejo del que hay infinidad de publicaciones autorizadas y, en no pocas ocasiones, contrapuestas.

Karl Marx asegura que la violencia es el motor de la historia. Sus palabras son estas: «La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva» (El Capital, capítulo 24, libro I, vol. 2). Y en otro lugar afirma que «La guerra se ha desarrollado antes que la paz» (Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, vol. 1, I, 4).

Es muy probable que la difusión de la cultura griega, el helenismo, no hubiera tenido lugar sin las campañas militares de Alejandro Magno; del mismo modo, la cultura occidental sería difícil de entender si no fuera por las conquistas de los ejércitos romanos; y, en fin, la actual configuración de los Estados Unidos no existiría sin la guerra de Secesión previa.

Friedrich Engels, por su parte, confirma que la violencia es un “mal necesario” que puede contribuir al advenimiento de una nueva sociedad sin clases (Anti-Dühring. La subversión de la ciencia por el señor Eugen Dühring, Grijalbo, 1968).

Así las cosas, conviene abrir más las perspectivas. Los datos arqueológicos de épocas prehistóricas demuestran que la así llamada “violencia primigenia” es una afirmación difícil de justificar. Parece que no está ligada a la condición humana, aun a sabiendas de tiranías e ideologías sustentadas en el terror y el exterminio.

Piotr Kropotkin, destacado escritor y pensador del movimiento anarquista, afirmó que «en el progreso ético del hombre, el apoyo mutuo —y no la lucha mutua— ha constituido la parte determinante» (El apoyo mutuo, Editorial Pepitas de calabaza, 2016).

En cualquier caso, tampoco hay que ser tan optimistas como Robert Muchembled (Historia de la violencia, Paidós, 2010) para quien la violencia está disminuyendo desde el siglo XIII en Europa occidental y en el resto del mundo. Habría que ver la cara de sorpresa que pondría al escuchar eso hoy la gente de Siria y Yemen. La OMS ya declaró en 2002 que la violencia es uno de los principales problemas de Salud Pública en todo el mundo. En la actualidad, además, la violencia es acoso y espectáculo… y un buen negocio en muchos aspectos.

Jean Jaurès, político francés y marxista heterodoxo, por cierto, es autor de aquella frase que terminó haciendo fortuna: «la violencia es una debilidad».

La debilidad se refiere, en general, a lo que carece de vigor, fuerza o resistencia. Los pobres son la demostración palmaria de la debilidad, porque carecen de lo necesario para vivir. Las personas enfermas, y sobremanera las que padecen enfermedad avanzada, son débiles por definición. En este sentido, la violencia nunca es debilidad.

Sin embargo, la violencia como uso de la fuerza bruta para relacionarse con los demás, imponer la propia visión de las cosas, poner en peligro o eliminar vidas humanas, suele estar basada en miedos irracionales y apoyarse en la razón de la fuerza pero no en la fuerza de la razón. Una vez desatada, tiene consecuencias tan imprevisibles como desastrosas. Su opuesto más radical no está en la ausencia de violencia, sino en la práctica de la justicia. El postulado de la comunicación racional entre iguales y libres es, quizá, la denuncia más contundente contra la justificación de la violencia.

Tengo un amigo con razones para discrepar de estas reflexiones. Y lo comprendo. En mi opinión, la afirmación de Jean Jaurès sigue vigente: «la violencia es una debilidad». Paul Valéry añadía «… la operan quienes se sienten perdidos». Jaurès murió asesinado en 1914, tres días antes del estallido de la Primera Guerra Mundial.

¡Bravo, maestro!

¡Bravo, maestro! 150 150 Tino Quintana

Temía la reacción del público y no se atrevía a mirar. Un músico de la orquesta se levantó, le cogió del brazo y le hizo darse la vuelta. El público, puesto en pie, agitaba pañuelos y gritaba sin cesar: ¡Bravo! ¡Bravo, maestro! Y entonces él rompió a llorar.

Me imagino la escena: sobre la tarima del director de orquesta hay un hombre de pequeña estatura y moreno, cuello robusto, frente poderosa, cabello abundante y revuelto, limpiándose las lágrimas con un pañuelo. Estaba completamente sordo y no se dio cuenta de lo que sucedía en la sala. Era Ludwig van Beethoven. El 16 de diciembre de 2020 fue el 250 aniversario de su nacimiento. Se celebraron muchas actividades en su honor, como Beethoven2020 o BTHVN2020, por ejemplo.

Ante la fuerza descomunal de la covid persistente, que zarandea y conmociona sin cesar, puede parecer chocante evocar aquí la figura del genio de Bonn. Sin embargo, creo que hay motivos para verlo de otro modo.

La música salvó a Beethoven de una profunda depresión causada por diversos problemas de salud, en particular por su sordera. Y salió adelante demostrando que la discapacidad es una diferencia que no hace imposible la vida, sino el modo de vivir. De hecho, su período de creación musical más profundo y renovador fue a partir de entonces.

La música, además, transmite ideas liberadoras. Cuando se estrenó la Séptima Sinfonía, en Viena, la gente comenzó a aplaudir y vitorear antes de que se acabara la obra, porque vio en ella la reciente victoria contra Napoleón y la recuperación de la libertad y de la paz.

Durante la primera interpretación de la Quinta Sinfonía, en el paso del cuarto al quinto movimiento, el público se levantó y aplaudió. Veían en aquella música el símbolo de una asamblea nacional que se acababa de celebrar y se había sublevado contra el poder.

Se dice que, en uno de los “duelos musicales” que había en Viena, improvisó un concierto de piano utilizando las notas de la misma partitura utilizada por su contrincante puesta al revés. El retador ─ Daniel Gottlieb Steibelt─ se marchó de la ciudad y no volvió nunca.

Al final de la Novena Sinfonía se canta un poema de Friedrich Schiller adaptado por el propio Beethoven: «¡Alegría! ¡Alegría! (Freude, Freude) … todos los hombres se tornan hermanos donde sus frágiles alas se posan». Esta sinfonía y su partitura original, de casi 200 páginas, forman parte del Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO.

Lo que son las cosas: uno de mis destinos era haber sido músico de oficio. Ahora, mis dedos envejecidos titubean para intentar escribir melodías de pensamientos.

Mozart, Beethoven, Bruckner, Pavarotti, Billie Holiday, Ella Fitzgerald, Sarah Vaughan, Fredy Mercury…, producen emociones intensas y pensamientos confortables, ayudan en momentos difíciles y tienen cualidades sanadoras. Es mi experiencia y me agrada compartirla con ustedes.

¡Bravo, maestro! ¡Bravo! Y gracias por todo.

Carta abierta

Carta abierta 150 150 Tino Quintana

Hace bastantes décadas que intento hacer «camino al andar», como decía Antonio Machado. He llegado a perder el rumbo en ocasiones y se sufre mucho por ello. Mucho. Hay unos versos de José Bergamín que expresan bien esos momentos: «Tengo miedo de encontrarme / solo en medio de un camino / por el que no pasa nadie…»

Pero creo no haber perdido la dirección principal. He tenido la suerte de saber que hay una Itaca hacia donde ir. ¡Cuántas veces, ayudado por los versos de Kavafis, me veía yo como un Homero en miniatura, tanteando la ruta a la luz de la luna!

Nunca tuve tanta sed de conocimiento y sabiduría como en esta penúltima o última etapa de la vida. Esto requiere «ir de camino», utilizando palabras de Karl Jaspers, porque se aprende con otros, pero sigue siendo cierto el dicho socrático: «sólo sé que no sé nada».

Tengo poco que ver con la mentalidad de fondo de Oswald Spengler (La decadencia de Occidente), pero admito, con él, que la historia tiene un “sino”, o sea, contiene signos que señalan hacia otras cosas que la van hilvanando: la verdad científica, la belleza artística y el amor humano, por ejemplo, trascienden épocas y vidas particulares. Me niego en redondo a admitir que el odio y la violencia sean las claves de la historia.

A estas alturas de la vida me he planteado innumerables veces las preguntas propuestas por Inmanuel Kant: “¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar? ¿Qué es el ser humano?”. Recuerdo con frecuencia las palabras de Max Scheler: «Nos encontramos en una época de la historia en que el ser humano se ha vuelto entera y radicalmente problemático; en que ya no sabe qué es, pero al mismo tiempo sabe que no lo sabe», y siento temblor e incertidumbre.

Soy cristiano católico. La fe nunca me ha hecho sentir más que nadie, pero tampoco me ha incapacitado ante nadie. El Evangelio de Jesús me ha salvado de numerosos desastres. Siempre me ha parecido clarificador el criterio de Agustín de Hipona: «El ser humano no puede creer si no quiere (credere non potest homo nisi volens)».

Vivo de manera sencilla y prefiero pasar desapercibido. Me resulta difícil incluso cambiar mi ropa vieja por ropa nueva, recibiendo por ello serias advertencias de mi esposa y mi hija mayor.

Desconozco cuándo me llegarán los peores achaques de la vida. Entretanto, tengo un rincón para leer, pensar y escribir, y para escuchar las obras de Bach en mi equipo de música mientras voy leyendo sus partituras. En realidad, sólo soy un «guardador de pensamientos», como dice Fernando Pessoa en Los poemas de Alberto Caeiro.

Las personas que me han acompañado de cerca hasta el día de hoy me han dado muchas más cosas buenas de las que yo les he dado. Algunas de ellas han quedado por el camino, porque la vida las llevó a otra parte o porque les he fallado o, sencillamente, porque murieron. Pero hay faros con luz propia: padres, hermanos, esposa, hija e hijo, nieto, familia de Asturias, familia de Cáceres, amigos, compañeros de estudio y de trabajo.

Los profesionales sanitarios han estado presentes en todas las etapas de mi vida, por muy distintas razones. Ellos han sido de quienes más y mejores cosas he aprendido, y con quienes es una satisfacción compartir vivencias, trabajo, confianza y cariño. No he visto retirarse a ninguno de ellos durante la pandemia, salvo por haberse infectado.

Y tengo el nieto más cariñoso, expresivo y guapo del planeta, un hecho este irrefutable por reiterada evidencia empírica. Se nota que soy su abuelo, ¿verdad?

Por todo ello creo que la vida está avalada por la estima de los demás. Cuando tocamos con suavidad el corazón herido de una persona, suele ser ella misma quien nos devuelve la caricia. Existes cuando alguien piensa en ti y te recuerda, como decía Ángel González: «Yo sé que existo / porque tú me imaginas». Pedro Salinas lo dijo con estos versos:

«Qué alegría, vivir
sintiéndose vivido.
Rendirse
a la gran certidumbre, oscuramente,
de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,
me está viviendo.

de que este vivir mío no era sólo
mi vivir: era el nuestro…»

Yo creo que ahora voy de la mano de quienes me quieren, aunque sea con «paso lento y vacilante», igual que la pareja expulsada de El Paraíso perdido de John Milton. Ahora vivo en otro pequeño paraíso y siento acudir a mis ojos lágrimas de agradecimiento.

Acabo de leer lo escrito y veo que les acabo de dar la paliza, como si les hubiera dado a comer los «duelos y quebrantos» que le ponían en la mesa a Alonso Quijano (Don Quijote). Lo lamento. En fin, a ver si hay alguna cosa que les resulte útil.

Que sirva esta especie de carta abierta para desearles, de corazón, Feliz Año 2022

Antifrágil

Antifrágil 150 150 Tino Quintana

«El viento apaga una candela y reaviva el fuego». Así comienza una obra de Nassim Nicholas Taleb (Antifrágil: Las cosas que se benefician del desorden, Paidós, 2013) que pone en circulación los términos “antifragilidad” y “antifrágil” para dar a entender que hay cosas y acontecimientos que adquieren energía y vitalidad cuando hay otras, en la misma situación, que se agotan y desaparecen. Hay cosas que adquieren más valor en medio del desorden y el desconcierto.

Lo “antifrágil” y la “antifragilidad” son términos que no existen oficialmente en español, pero sirven para describir con acierto la situación que nos ha tocado vivir.

Por un lado, hemos llegado a tener la impresión ─que va a durar─ de que, en ciertos momentos, la desorientación y la incertidumbre, el caos, la impotencia y el cansancio, se habían adueñado del mundo. Se extendió por todas partes la certeza de la fragilidad.

Y, por otro lado, en ese mismo contexto, se reafirmó el desarrollo de la ciencia, la comunicación virtual, la responsabilidad profesional y colectiva, el altruismo, la urgencia de los valores y principios éticos colectivos… se puso de relieve lo “antifrágil”.

Pero, en situaciones difíciles, y sobre todo en las extremas, los seres humanos no sólo toman conciencia de la antifragilidad que los mantiene a flote. También pueden cometer innumerables tonterías y, lo que es peor, llevar a cabo las acciones más abyectas.

Nos lo ha recordado Philip Zimbardo en una obra escalofriante y tremenda (El efecto Lucifer: El porqué de la maldad, Paidós, 2012): un grupo de buenos, agradables, estudiosos y simpáticos muchachos norteamericanos, fueron transportados a una especie de “lugar en ninguna parte” ─las lejanas tierras de Irak─ para hacerse cargo de unos prisioneros, a quienes se les había previamente acusado de malas intenciones y de ser infrahumanos, y terminaron cometiendo auténticas barbaridades con ellos. Años antes lo habían hecho un grupo de soldados estadounidenses en Abu Ghraib por los mismos motivos y por haberles convencido sus mandos de que eso era lo correcto.

Dicho de otro modo, ni los escándalos necesitan personajes escandalosos, ni las monstruosidades necesitan monstruos. ¡Qué seguro y confortable sería el mundo si sólo fueran los monstruos quienes provocaran actos monstruosos! Hay psiquiatras, psicólogos, sociólogos, jueces, policías, que se pueden encargar de ello. Lo más grave de todo este asunto es que, a lo largo de la historia, ha habido muchos seres humanos autores de los actos más crueles, sádicos y horribles, que «fueron y siguen siendo terrible y terroríficamente normales», como asegura Hanna Arendt (Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal, Lumen, 1999).

Quizá haya que bajar un poco el volumen, para no molestar, pero hay que señalarlo. ¡Cuántas veces caemos bajo la seducción del consumo, sin necesidad! ¡Cuántas veces entramos en las redes sociales por el morbo de la porquería existente! ¡Cuántas veces eludimos decir: “perdóname, me equivoqué”, “te necesito”, “te quiero”! Y eso sucede en el día a día “normal” de personas “normales” que creerán no haber roto un puñetero plato en su vida.

La propuesta de Taleb es sugerente: los acontecimientos adversos son una ocasión para ver los puntos donde deberíamos apoyarnos para seguir adelante. Lo resiliente se ocupa más de lo cuantitativo y nos ayuda a resistir. Lo “antifrágil” se fija más en lo cualitativo y nos permite mejorar. En la situación actual, está emergiendo con fuerza el cuidado mutuo, la solidaridad, o, sencillamente, el nombre de cada persona. Porque, al fin y al cabo, como diría mi paisano Ángel González, «¿Qué sería tu nombre sin ti?». Y en otro lugar ofrece una respuesta:

«Los nombres que te invento no te crean.
Sólo ─a veces son como luz los nombres─ te iluminan».

Un buen plan para los próximos días.

¡Feliz Navidad! ¡Felices Fiestas!

Cínicos y estúpidos

Cínicos y estúpidos 150 150 Tino Quintana

Según la información actualizada por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades del gobierno norteamericano, hay unas cuantas variantes clasificadas y definidas de la Covid-19. Acaba de aparecer una nueva catalogada como B.1.1.529 y llamada “ómicron”. A este paso se acaba el alfabeto griego pronto.

El apretón que le acaba de dar al dichoso bicho está llenando de porquería las cotizaciones en bolsa, la evolución de los mercados, la recuperación económica, obliga a cerrar fronteras y vuelos desde ciertos países… Parece que el bicho ataca de nuevo.

Convendría no poner la carreta antes que los bueyes, o, dicho de otro modo, alarmarse sin motivos justificados. En cualquier caso, vamos a necesitar suerte y cuidado durante las próximas semanas en las que, como siempre, será decisiva la voz de los científicos.

Las vacunas son eficaces y continuarán mejorando, la responsabilidad individual y las medidas colectivas han funcionado, el progreso de la ciencia sigue siendo imparable, las cosas aprendidas serán útiles en el futuro, y, así todo, resulta imposible quitar de la vista algunas cosas manifiestamente estúpidas y cínicas que nos adornan de cuando en vez.

En África, la cifra de vacunados no llega al 8% y algunos países apenas han visto una aguja de jeringuilla, como sucede en Burundi con el 0,0025% de vacunados. Apenas tres de cada 100 personas han sido completamente vacunadas contra la covid en los países más pobres del planeta, según la Universidad de Oxford.

Los países ricos, incluidas sus empresas farmacéuticas, siguen acumulando diagnósticos, tratamientos, vacunas, mientras sus ciudadanos bailan en discotecas, se manifiestan en las calles reclamando libertad para vivir contagiados y tienen el privilegio de recibir en un par de horas su Certificado Covid Digital cómodamente sentados en el salón.

El éxtasis de la libertad a costa de la igualdad es detestable, obsceno e injusto.

Por otra parte, el juicio moral hecho hace algunos meses por los europeos del norte sobre la conducta de los del sur, dedicados según aquellos a la juerga y a la pandereta, se vuelve como si fuera un bumerán contra su propio tejado. Los pobretones del sur han cumplido mayoritariamente sus deberes frente a la covid, con sosiego y disciplina, frente a los sesudos, austeros y muy protestantes nórdicos que dan la espalda a la evidencia científica y ponen en riesgo su salud y la de todos. Nos basta con dejar constancia del hecho. Conviene tomar buena nota para no juzgar la moralidad de nadie sin ton ni son.

El discurso “nadie está a salvo hasta que todos estemos a salvo” debería ser una norma.

Como ha dicho estos días un periodista, “parecemos cínicos, pero creo que, simplemente, somos estúpidos” (Gonzalo Fanjul, en El País). Yo más bien pienso que de Londres a Madrid, pasando por París y Berlín, somos cínicos y estúpidos. Y si nos pica al leerlo, nos rascamos, cosa esta que suele ser útil de vez en cuando.

TINO QUINTANA

Profesor de Ética, Filosofía y Bioética Clínica (Jubilado)
Oviedo, Asturias, España

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