• Ha llegado usted al paraíso: Asturias (España)

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Sucesos que atraen la atención por su impacto en la escena de la vida cotidiana u otros temas relevantes de carácter cultural, científico o humanístico referentes a la vida.

Las heridas

Las heridas 150 150 Tino Quintana

La letra de un villancico al que puso música Francisco Guerrero (┼1599) dice así: «Niño Dios d’amor herido, / tan presto os enamoráis, / que apenas havéis nasçido / quando d’amores lloráis.»

Por esas mismas fechas, Juan de la Cruz (┼1591) puso en boca de la esposa los siguientes versos: «¿Adónde te escondiste, / Amado, y me dejaste con gemido? / Como el ciervo huiste, / habiéndome herido; / salí tras ti clamando, y eras ido.»

También hemos oído muchas veces cantar este poema de Miguel Hernández (┼1945):

«Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.

»Con tres heridas viene:
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte.

»Con tres heridas yo:
la de la vida,
la de la muerte,
la del amor.»

Estas heridas se parecen a los surcos que hace el labrador en la tierra con el arado. Son incisiones, más o menos largas y profundas, donde damos continuas respuestas a lo que nos desborda; donde caen semillas que generan sueños, proyectos y culturas; donde se van formando nuestras arrugas y cicatrices. Nada tienen que ver con la sinrazón del mal y del sufrimiento contra los que hay que luchar sin tregua. El dolorismo masoquista es irracional e insensato.

Las heridas necesitan dedicación y atención permanente. Ponen de relieve que necesitamos siempre a alguien que nos acoja y nos escuche o, dicho de otro modo, demuestran que tenemos una necesidad insaciable de consuelo, de descanso y alivio, de cercanía y ternura.

Lloramos «d’amores» ya desde recién nacidos, igual que el “Niño” de Francisco Guerrero. Abrimos los brazos y las manos hacia delante buscando lo que más deseamos, como decía Juan de la Cruz: «… salí tras ti clamando, y eras ido». Y con las “tres heridas” de Miguel Hernández intuimos que la herida del amor, como un surco interminable, va más allá de la muerte.

Por eso este tipo de heridas no nos des-hacen. Nos hacen humanos, porque nos reclaman una atención inmensa y un cuidado infinito.

Merece la pena seguir en este empeño personal y colectivo. Así lo veo yo, al menos.

Los nombres

Los nombres 150 150 Tino Quintana

El nombre se refiere a alguien, no al qué, sino al quién, al «ser humano concreto de carne y hueso», como decía Miguel de Unamuno en Del sentido trágico de la vida. En sentido estricto, no nombramos cosas, nombramos personas. Incluso cuando ponemos a personas nombres de cosas (alba, luna, cruz…) transformamos esos nombres poniéndoles un rostro. La vida es un recorrido, más o menos largo, donde vamos hilvanando y tejiendo redes de rostros, de nombres.

Ponemos un rostro a un nombre quizá porque es lo distintivo de la persona o por aquello de que “el rostro es el espejo del alma”, aun sabiendo que el lenguaje facial suele ser tan enigmático. Por eso hay rostros que, sin saber bien por qué, nos transmiten desconfianza e inquietud y rostros ante los que sentimos tranquilidad y bienestar.

El nombre propio nos lo ponen cuando nacemos e incluso antes nacer. Lo recibimos. Es el primer hogar que nos dan, el primer abrigo que nos protege. Antes del nombre no estábamos, no existíamos. Nada hemos hecho para vivirlo o malvivirlo. Nos lo han regalado. Es un don. Lo que hagamos con ello es otro asunto diferente.

Además, cuando pronuncian nuestro nombre, cuando nos llaman, nos hacemos presentes y decimos “yo”. Siempre hay alguien antes que yo, otros antes que nosotros. Nos llaman y respondemos, escuchamos y nos hacemos oyentes, nos encontramos y hablamos.

Así que, curiosamente, la secuencia de la vida es recibir, llamar y responder. En la conjugación de esos verbos reside el arte de saber vivir bien. Lo que pasa es que lo hacemos a la intemperie y con frecuencia nos caen chuzos de punta que nos taladran. Solemos convivir con heridas y cicatrices.

Hoy cada vez es más frecuente sustituir nombres por números y códigos. Es imprescindible para proteger la intimidad de las personas. Sin embargo, hay también una tendencia generalizada a reducir los nombres a cifras, algoritmos y big data. Estamos todos afectados por lo mismo.

Por eso interesa recordar que eliminar o borrar nombres es exactamente lo mismo que borrar o eliminar personas. A lo largo de la historia, los escenarios del horror van en esa misma dirección: primero sustituir nombres por números, luego borrar los números y, en ocasiones, conseguir que alguien termine sin nombre y sin pronombre, que no sea capaz de decir “yo”, es decir, ser nadie. Es la forma de aniquilación suprema, lo más inhumano con diferencia.

En mi caso, decir Benilde, Constante, Sito, Yayo… es lo mismo que decir los nombres de quienes me dieron mi nombre. Eran mis padres y mis hermanos. Ya no viven. Perduran no tanto porque explican cosas, sino porque guían, acompañan. Ha habido más nombres y ahora hay otros, decisivos, como los de mi esposa, mis hijos, mis amigos. Son los nombres de rostros que han venido tejiendo la red de mi vida, que me han ido colocando las señales del camino.

«Al final del camino me dirán:
– ¿Has vivido? ¿Has amado?
Y yo, sin decir nada,
abriré el corazón lleno de nombres.»

(Pedro Casaldáliga)

A mí me gustaría que fuera así: una trenza de nombres. ¿Y a ustedes?

A mi hermano

A mi hermano 150 150 Tino Quintana

El pasado jueves me dijiste: «Me voy a ir», mientras hacías con tu mano derecha el gesto de marchar. Yo añadí: «Es un buen viaje». Y tú matizaste: «quizá sea el mejor viaje». Has vivido tu muerte con tal naturalidad y hondura, con tal alegría y agradecimiento, que he tenido el placer de haber sido testigo directo de tu paso, de tu Pascua, porque la vida no termina, se transforma. Para quien tenga fe, los versos del Salmo 22 revisten un significado especial. Era emocionante recitarlo juntos:

«El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas;
me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan.»

Estabas bien informado de tu situación y eras consciente de lo que sucedía. Tú, que has sido una persona de carácter inquieto, nervioso, has transmitido estos días una tranquilidad, un sosiego y una paz, difíciles de explicar con palabras. Para mí ha sido una experiencia tan gratificante como impactante, en particular a partir de nuestra larga conversación acerca de las cosas últimas de la vida.

La preferencia de tus recuerdos iba dirigida a mamá y a papá, a Burundi y a Sito, nuestro hermano mayor. Pero la figura que concentraba la atención era nuestra madre Benilde. Ella ha sido, sin discusión alguna, la primera de la familia por sabiduría, madurez y calidad humana. Me acordé mucho de ella el día que te acompañé a Urgencias, hace ahora dos semanas, y como allí tenía tiempo de sobra para leer, fui a la búsqueda de un poema de Francisco Brines ─Premio Cervantes 2020─, triste, profundo, con retazos de esperanza sobre el beso a una madre difunta, que dice así:

«Donde muere la muerte,
porque en la vida tiene tan sólo su existencia.
En ese punto oscuro de la nada
que nace en el cerebro,
cuando se acaba el aire que acariciaba el labio,
ahora que la ceniza, como un cielo llagado,
penetra en las costillas con silencio y dolor,
y un pañuelo mojado por las lágrimas se agita
hacia lo negro.
Beso tu carne aún tibia.
Fuera del hospital, como si fuera yo, recogido
en tus brazos,
un niño de pañales mira caer la luz,
sonríe, grita, y ya le hechiza el mundo,
que habrá de abandonarle.
Madre, devuélveme mi beso.»

Recuerdo como si fuese ahora mismo, cuando murió mamá, que, mientras la mirábamos muerta, me dijiste una de tus frases lapidarias: «Oye Tino, mamá ya no habla». Y en aquel momento le dimos un beso, un beso en su carne aún tibia, como en el poema. Tiene que haber algo más allá de la muerte, desde luego, porque esos besos son eternos.

Gracias por todo hermano: por la intensa relación que hemos vivido estos últimos veinte años; por ser como eras; por haber repartido tantos bienes a tu alrededor. Diles a los de casa que nos cuiden, nos protejan y nos guíen, porque lo necesitamos.

Y gracias a todos vosotros por la presencia, que pone de manifiesto el respeto y el cariño que os merecía mi hermano Yayo y, de alguna manera, nuestra familia, incluida nuestra cuñada-hermana Purita. Lo mismo cabe decir de cuantas personas nos han hecho llegar por otros medios su cariño. Muchas gracias.

Así que ya sabes, mamá: devuélvele a Yayo su beso y guárdame el mío.

Adiós, hermano. Nos veremos.

¡Gracias, Luna Reyes!

¡Gracias, Luna Reyes! 150 150 Tino Quintana

Somos muchos, muchísimos más. No hay duda alguna. Y, por esa razón, entre otras, es necesario decirlo y no callarlo: ¡Gracias, Luna Reyes! Gracias por mostrar en la playa de Ceuta el lado más humano que llevamos dentro y porque es más positivo resaltar antes lo bueno que lo malo.

Sabemos del chico inmigrante lo que nos tú nos has dicho: venía de Senegal, hablaba en francés, lloraba sin parar, estaba lleno de arena y te abrazaba como si tuviera miedo de quedarse solo en el mundo, sin lazos humanos. Le diste agua y un abrazo: «Solo le di un abrazo», has dicho.

A ti te hemos identificado más por lo positivo: tu madre es ceutí, tú eres de Móstoles y estudiante, vives con unas compañeras y realizas prácticas en la Cruz Roja. A él lo hemos conocido más por lo que no es y no tiene: no es blanco, no es europeo, no tiene papeles ni dinero y le hemos perdido incluso la pista porque lo han devuelto a Marruecos, o sea, es nadie, no cuenta.

Nos dejaste una imagen cargada de belleza y de empatía. Contemplar el abrazo entre dos seres humanos es hermoso, pero abrazar a alguien tan vulnerable produce una fuerte sensación de belleza, ternura y compasión activa. Es algo que revela lo mejor de la condición humana.

Benditos tus 20 años, Luna. Nos has recordado a todos, en pocos segundos, cómo deberíamos actuar ante cualquier persona que sufre. Lo que tú hiciste deberíamos hacerlo todos.

Pero por hacer lo que hiciste han querido destrozar tu vida.

Negarse a aceptar y convivir con los diferentes es una lacra pestífera y dejar tirado a quien necesita ayuda es una grave decadencia moral. Ir por ese camino supone un craso error y sólo trae consigo ruinas de todo tipo. Está en manos de todos corregir tal dirección.

Lamento el acoso que has sufrido, espero que lo hayas superado y te encuentres mejor. No olvides que hay muchísima gente como tú que llena la vida diaria con gestos como los tuyos. Creo que has dado el mejor argumento para convencerse de que la humanidad avanza y progresa.

Tal y como suele ser costumbre en este sitio, recordé palabras de un antiguo escritor griego: «… vale la pena gastar el tiempo en llorar… cuando uno espera que hará llorar con él a quienes lo escuchan». Eso lo decía Esquilo. A mí, estos días, me sucedió algo parecido al ver las imágenes y me consta que les ha ocurrido lo mismo a muchas otras personas.

Casi seguro de que no te acercarás a este pequeño rincón desde donde escribo, pero, por si acaso, quiero decirte que me acuerdo de ti y te agradezco la naturalidad con que has actuado, la misma con la que has respondido entre sollozos a las entrevistas que te han hecho.

Gracias una vez más, Luna. Muchas gracias. No dejes de ser como eres, por favor. Por eso precisamente hay que decirlo, no callarlo, para que no sólo se oiga el ruido de los que alborotan, para que no triunfe jamás ningún discurso de odio ni de rechazo al pobre.

Un abrazo virtual de un jubilado y cuídate mucho, que los tiempos siguen siendo flacos.

El cabreo

El cabreo 150 150 Tino Quintana

Una antigua amiga me ha dicho que cuando salgo a la calle siempre me pasan cosas raras y va a ser verdad. Pues, miren ustedes: me ocurrieron hace bien poco un par de cosas que me cabrearon.

Me encontraba un día haciendo un alto en el camino mientras tomaba un café al aire libre. En la mesa de al lado, una señora estaba diciéndole a su perro: «Tranquilo. Es un negro y pronto va a pasar». Yo me giré para ver aquel tipo de perro que desconocía el technicolor y, cuál no sería mi sorpresa, cuando veo pasar a un chico de raza negra justo en el momento en que la señora vuelve a decir al perro: «¿No ves? Ya pasó. No tengas miedo». Y sentí mucho cabreo.

Otro día, acompañando a mi hermano mayor, anciano, después de una revisión médica, estábamos aguardando a que llegara algún taxi para volver a casa, cuando pude ver a dos de sus compañeros que se acercaban. El uno ni siquiera le miró, y el otro, situado en el rango más alto de la jerarquía ─no le pongo título porque me da vergüenza ajena─ se acercó a él y le dijo que también venía del médico porque solía «llevar mucho peso al hombro». A mí se me ocurrió decir: «Pues nosotros aquí estamos esperando a ver si llega algún taxi». Y, sin más ni más, se marcharon y nos dejaron allí plantados como “los lunes al sol”, mientras se dirigían a su coche para ir al mismo lugar donde reside mi hermano, que me preguntó: «¿Quiénes eran esos?». Se lo dije y aparecieron lágrimas en sus ojos. Y, entonces, me sentí muy, pero que muy cabreado.

El cabreo, entendido como acción y efecto de cabrear, tiene un primer significado que se puede aplicar con sorna a esos dos casos: meter ganado cabrío en un terreno. Pero el significado más común se refiere a enfadar o poner de mal humor a alguien, como a mí me ocurrió al contemplar estupefacto tales conductas absurdas: estigmatizar a alguien por el color de su piel o menospreciar a alguien al que se puede ayudar.

A lo largo de mi vida también yo he causado sufrimiento a otros con mis decisiones. Es probable que les haya “cabreado” y me arrepiento. Ahora sólo puedo intentar no repetirlo. Pero que, delante de mis propias narices, haya gente que pone a un muchacho negro a la altura de un perro, o menosprecie al propio hermano dejándole tirado, es algo que te empuja a ver todo lleno de cabras a tu alrededor y a sentir cómo la irritación te va subiendo hacia arriba hasta transformarte la cara en un pimiento rojo.

A propósito, creo que estamos pasando ahora por una etapa de cabreo institucionalizado. Me parece que no conseguiremos hacerlo desaparecer hasta que tengamos inmunidad de rebaño, cosa ésta que tiene mucho que ver con el pastoreo y la estabulación y sus correspondientes cálculos, aciertos y errores. Cada cual es libre para interpretar esos términos con guasa, ironía, burla o seriedad, aplicándolo a la situación actual. ¡Cuántas cosas habría dicho hoy Michel Foucault para inquietarnos la conciencia!

El cabreo permanente es inútil y nocivo para la higiene mental y la salud cardíaca, pero quizá sea necesaria cierta dosis de cabreo, de vez en cuando, para mantenerse alerta, reaccionar y vivir día a día. Eso sí, merece la pena hacerlo con el primer significado que hemos utilizado aquí: meter las cabras en su sitio, vivir sin andar por ahí haciendo de cabra e imitar una de las cosas que ese animal sabe hacer mejor: rumiar o, lo que es lo mismo, reflexionar, pensar las cosas al menos dos veces, escuchar música, leer cuanto se pueda, por ejemplo. Todo eso es muy bueno para no cabrearse a lo tonto.

En cualquier caso, dejo este enlace por si fuera de utilidad en su vida personal o profesional: para controlar el enfado antes de que el enfado le controle a usted, y conste que en esa clínica no tengo intereses.

El tiempo

El tiempo 150 150 Tino Quintana

He pasado muchos veranos de mi infancia en un pueblo agazapado en la suave ladera de una montaña, dedicado a las labores del campo, en la casa de mis familiares. Allí la gente era normal y sencilla y tratábamos a las personas mayores de “tíos” o “tías”, pero no en el sentido de tío o tía o tronco o colega o peña o nano al uso actual, sino como el modo de indicar veneración y respeto: tía Benilde, tía Edelmira, tío Pedro, tío Eladio…

Mi tío Eladio, un sabio de la naturaleza, me enseñó a descubrir sobre la luz del ocaso el vuelo mágico de la lechuza, el rumor del río, la silueta de los murciélagos, el sonido hipnótico de los grillos que salía de entre los rastrojos del trigo y del centeno…

En cierta ocasión, tuve la mala fortuna de acertar con una piedra en el centro de un avispero, mientras guardaba el ganado. La mayoría de las avispas se dispersaron, pero dos de ellas me abrasaron. Aún es hoy el día en que me levanto como un resorte, dejando plantado a quien esté conmigo, si veo a una avispa revolotear a mi alrededor.

He podido contemplar, durante aquellos veranos, por las noches, la rendija de luz que veía por debajo de la puerta de mi cuarto. Aquella línea de luz no me producía desasosiego ni incertidumbre, como al pequeño Marcel Proust. Yo podía oír los pasos de mi madre, que abría con sigilo la puerta, solía recostarse a mi lado, me hacia una caricia y preguntaba: ¿Cómo has pasado el día? ¿Cuántas cosas aprendiste hoy? Y yo me iba durmiendo.

Muchos años después, me enfrenté a la lectura de En busca del tiempo perdido y pude sobrevivir ─la verdad es que Marcel Proust se pasó un pelillo con el número de páginas─, pero ahora que vuelvo a releerlo y voy a tiro fijo, con mis antiguas notas, caigo en la cuenta de que el tiempo “perdido” en el tiempo se puede evocar de múltiples maneras.

El tiempo pasado deja huellas, certezas, preguntas, y, sobre todo, personas, a veces agigantadas con el paso de los años, pero, en mi opinión, el tiempo pasado nunca es tiempo perdido. Es tiempo vivido que podemos rescatar para tener luz.

La pandemia ha cambiado nuestra manera de vivir, o sea, nuestros hábitos y costumbres, y ha transformado nuestro modo de entender la vida, es decir, los valores que la sostienen, las ideas que la dirigen y el tiempo que la va esculpiendo poco a poco.

Lo que ahora veo, pero no comparto, es que haya grupos políticos empecinados en demostrar que jamás hay que admitir los comportamientos, opiniones e ideas distintas de las propias y que se puede uno reír de los demás y, encima, escupirles en la cara. Consiguen exasperar los ánimos hasta el punto de hacer perder el sentido de la justicia.

Si usted, lector, cree en la paz social, en la tolerancia y en la no discriminación, si cree en los valores democráticos, tiene un grave problema. Y para ello da lo mismo que usted viva en Oviedo, Sevilla o Fuengirola. Y, añado más, si no se aísla a esos grupos en las votaciones autonómicas o generales, entonces podríamos dejar a nuestros hijos una sociedad caótica.

Así que, en esto del tiempo, como decía Henry D. Thoreau, el autor de Walden o La Vida en los Bosques, la cuestión de «estar ocupado no es suficiente… la cuestión es en qué estamos ocupados» Salta a la vista ¿no es así? Yo creo que lo ven hasta los ciegos.

Por eso el tiempo vivido en aquel pueblo de montaña me dejó grabados tipos como el tío Eladio y mujeres como la tía Benilde, que era mi madre, por cierto. Y con eso lo digo todo.

«La partida»

«La partida» 150 150 Tino Quintana

Había una vez un pueblo que tenía dos lados. Cuando los vecinos de un lado pasaban al otro lado, decían: “vamos al otro lado”. Y los del otro lado decían: “vamos al otro lado”. Parecía sencillo. Eso sí, no paraban ni un momento y, además, cada uno llevaba una mochila donde se podía leer: ¡Ojo con el virus! ¡Guarde la distancia! ¡Utilice mascarilla FFP2!

Hacía años que la comarca se encontraba en estado de alarma y el pueblo llevaba varios meses con cierre perimetral, pero allí nadie se detenía por nada. Bueno, mejor dicho, disponían de un anfiteatro para leer y deliberar, porque la gente de entonces leía y deliberaba mucho.

El caso es que de tanto salir y entrar e ir y venir, perdieron la noción del tiempo, confundieron los días y las noches, trastocaron las horas y los minutos, olvidaron los puntos cardinales y terminaron deslavazados, descompuestos y desordenados de tanto andar de la Ceca a la Meca sin ton ni son.

La magnitud del despiste llegó a ser de tal calibre que el alcalde del pueblo, una vez asesorado, decidió colocar en el escenario del anfiteatro un gran letrero con un texto que decía lo siguiente:

La partida

Ordené que trajeran mi caballo del establo. El sirviente no entendió mis órdenes. Así que fui al establo yo mismo, le puse silla a mi caballo, y lo monté. A la distancia escuché el sonido de una trompeta, y le pregunté al sirviente qué significaba. Él no sabía nada, y escuchó nada. En el portal me detuvo y preguntó: «¿A dónde va el patrón?» «No lo sé», le dije, «simplemente fuera de aquí, simplemente fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que puedo alcanzar mi meta». «¿Así que usted conoce su meta?», preguntó. «Sí», repliqué, «te lo acabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta».

Firmado: Franz Kafka

El alcalde convocó seguidamente reunión general. No faltaba ni uno. Todos aguardaban, cabizbajos, con cara de meditación, porque la gente también meditaba mucho por aquella época. Al finalizar la lectura el pregonero oficial, tomó la palabra el alcalde y dijo a voz en grito: “Lo tengo claro”. Y los demás respondieron en forma coral, diciendo: “lo tenemos claro”, mientras asentían moviendo la cabeza durante un buen rato. Se levantaron, se miraron y reiniciaron las idas y venidas de un lado a otro.

La verdad es que todo seguía siendo igual menos un par de cosas: ahora, cuando se saludaban, en vez de decir “buenas tardes”, por ejemplo, decían: “Kafka”. Y cuando se preguntaban de dónde venían o a dónde iban, señalaban un punto imaginario, diciendo: “la partida”.

El último que se levantó después de la lectura fue el más anciano de todos. Miró primero al suelo, sin decir nada y, luego, elevando sus manos, temblorosas, miró el texto del letrero y refunfuñó: ¡A mis años con estas historias! ¿De dónde habrá salido ese Kafka?

Al salir del anfiteatro se detuvo en una tienda donde le pusieron una vacuna contra el virus. Después, mientras se bajaba la manga de la camisa, continuó renqueando y, a medida que avanzaba hacia el otro lado iban apareciendo más y más letreros que decían: Kafka, Kafka… la partida, la partida…

El anciano comenzó a sudar en frío, se sentó y volvió a decir: ¿Quién demonios sería ese dichoso Kafka?

Susurros y besos

Susurros y besos 150 150 Tino Quintana

Hace unos cuantos días que no puedo hablar. Ni gota. Me parezco a un instrumento de cuerdas sin cuerdas o a uno de viento sin lengüeta. Lo que sí puedo hacer es susurrar o musitar.

Me gusta mucho el primer verbo. Me recuerda a Robert Redford, que “susurraba” a los caballos en una película, algo así como si fuera su “encantador”, y a Mandelstam, un poeta ruso de origen judío-polaco que murió malamente en un gulag de Siberia gracias a la amabilidad de Stalin.

Los maestros utilizan el susurro para ayudar a los niños a desarrollar actividades lectoras. Hay teléfonos susurrantes (whisper phone), en forma de juguetes o audífonos, para que los niños puedan pasar con facilidad las páginas mientras leen susurrando.

Hay incluso alguna empresa ─dedicada a vender pollo frito, por cierto─ que garantiza la fiabilidad del susurro. Es un dispositivo que permite pasar información clasificada entre amigos; fácil de utilizar y cómodo para llevar; no necesita wifi, ni cargador, ni baterías. Ideal para sortear virus, o sea, para conectarse sin tocarse. Bueno, en realidad, yo lo utilizaba ya cuando era niño: dos vasos de cartón, unidos por una cuerda de un par metros, uno para cuchichear y otro para escuchar.

Comunicarse sin estridencias, sin hacer ruido, es una actividad gratificante, pero no podemos reducirlo todo a susurros, porque estaríamos continuamente bajo decibelios, en una especie de permanente runrún agotador y deprimente, aunque es mucho peor aún utilizarlo para emponzoñar la vida social. Hay quienes se dedican a vivir de eso de manera impúdica.

Así que, para dejar algo de buen gusto, permítanme ustedes volver a Osip Mandelstam (┼1938), que tenía la costumbre de caminar susurrando para encontrar la musicalidad de sus versos:

«Toma de mis manos, para alegrarte,
Un poco de miel y un poco de sol …

Ahora sólo nos quedan besos
Secos y espinosos como abejitas …

Alimentadas con madreselva, tiempo, menta …
Que convirtieron la miel en sol».

Atravesamos una época en la que escasean los besos. El virus pasará. Los besos quedarán. Son susurros de la vida diaria ─a veces “secos y espinosos” ─, pero suavizan las desgracias, llenan los vacíos, curan el pasado, compensan el sufrimiento, confirman el cariño… nos humanizan.

… «madreselva, tiempo, menta … un poco de miel y un poco de sol» … susurros… besos…

No hay ruidos en casa. Sólo música de fondo. En una esquina de la mesa tengo un sombrero que me está sonriendo.

Parias

Parias 150 150 Tino Quintana

En la India son una clase social ignorada y fuera del sistema organizativo. En el mundo son los descartados, los apartados, los que están excluidos de las ventajas sociales porque son inferiores a los demás. Los invisibles. Y así, por ejemplo, millones de seres humanos no dispondrán de vacuna contra la Covid, y no la van a tener por una menudencia, una cosuca de nada: no la pueden pagar. La solidaridad se escurre cuando no hay dólares.

Estos parias de la pandemia han tenido la mala suerte de vivir en lugares donde sólo hay ruinas y desolación. Viven en El país de las últimas cosas y bastante tienen con «poner un pie delante de otro para caminar derecho», como dice Paul Auster.

Pero hay mucho más. Después de diez años continuos de guerra, Siria es, pongamos por caso, uno de los países de “las últimas cosas”, una especie de infierno terrestre donde los niños conviven con el silbido de las balas y las explosiones de las bombas desde que han nacido. Un país literalmente asolado, igual que Yemen, Irak, Somalia, Sudán del Sur, Afganistán…

Entre nosotros hay gente durmiendo en los cajeros ─qué perversa ironía─, acudiendo a diario a los bancos de alimentos, cruzando en pateras hacia Europa, haciendo cola para buscar trabajo o pidiendo limosna por la calle o a la puerta de los supermercados… Esos son los residuos, los excedentes, los efectos colaterales de la sociedad de seducción del consumo. Hay cantidad de gente que está haciendo el Viaje al fin de la noche de Louis-Ferdinand Céline: «la miseria es gigantesca, utiliza su cara, como una bayeta, para limpiar las basuras del mundo». Sospechar de ellos como hipotéticos delincuentes es una auténtica fantochada.

Mientras tanto, vemos a varias de sus señorías pelearse por asunto de poltronas; comprobamos la reiterada ocurrencia de afirmar que la pandemia es un invento para generar cambios en la sociedad, en la cultura y en la economía; disfrutamos de diferentes tipos de vacunas, de clasificar para ello por grupos a los ciudadanos, y de penalizar a quienes se saltan la cola, mientras asistimos al bochornoso espectáculo del mercado mundial de las vacunas. Y, encima, hablamos de vuelta a “la nueva normalidad”. ¿Normalidad de qué? ¿Normalidad para quiénes?

La pandemia nos obliga a redefinir conceptos, revisar direcciones, reconvertir planteamientos. En todo esto, la cuestión de fondo no reside, a mi juicio, en el «ser o no ser», de Shakespeare. No se trata de lo cada uno “es” con los otros, sino de lo que cada uno “hace” por los otros.

Estamos viviendo una época de la historia en la que podremos decir: «Yo estaba allí», como señalaba Goethe. Somos los protagonistas. El papel que desempeñamos ─la tarea de ser personas─ no es ninguna farsa metafísica. Hacer el mundo más habitable, sin parias, es posible. Hay muchísimas personas que lo están haciendo sin llamar la atención y cada cual puede sumarse de algún modo a ese gran proyecto. ¿Es mucho pedir?

El túnel

El túnel 150 150 Tino Quintana

En la Sala de las Turbinas de la galería londinense Tate Modern, el artista polaco Miroslaw Balka expuso en 2009 una obra audaz e impactante, denominada How it is, basándose quizá en el título de una novela no menos enigmática de Samuel Beckett.

La obra de Balka consiste en una especie de enorme prisma de acero de 13 metros de alto, 10 de ancho y 30 de largo, apoyada sobre pilastras a dos metros sobre el suelo, y abierto en la parte posterior, desde donde se accede al interior a través de una rampa. Hay algo de luz cuando se comienza a caminar, pero a medida que se avanza hacia el fondo la oscuridad llega a ser total.

Andar por un espacio oscuro provoca desolación y desconfianza, no sólo porque falla la vista, sino porque no sabemos cómo hacer frente a lo inesperado. Sentimos temor y desasosiego.

La exposición de Balka representa bastante bien la experiencia de los momentos traumáticos. La pandemia es uno de ellos. Atravesamos un túnel oscuro que nos produce inseguridad por estar atravesando líneas prohibidas. Más aún, la falta de confianza nos lleva a trazar fronteras y a creer que estamos ante extraños a quienes hay que separar o expulsar o alejarse de ellos.

Pero, por suerte, hay un verdadero gentío que ya ha entrado. Seguro que la clave de la cuestión reside en buscar a los otros cuya presencia no es molesta ni angustiosa, sino reconfortante y alentadora. Romper los prejuicios en contra de los demás aporta sentido, tranquilidad y mesura.

Cuando estamos en medio de espacios oscuros, sin contornos, con la mente y los sentidos bajo cero, la humanidad compartida es nuestro salvavidas: la calidez de la comunión humana es nuestra salvación. Ante la desorientación que una gran mayoría experimentamos a lo largo de este tiempo, tenemos la certeza de que las personas siguen ahí, cerca, acompañándonos en la oscuridad. A mi modo de ver, la experiencia de ese “mal trago” nos ayuda también a comprender mejor el significado de la compasión. No estamos solos. Estamos juntos.

Tenemos entre manos la gestión del paso por el túnel oscuro viendo en ello no sólo un espacio de conflicto, ni, menos aún, un lugar de separación o de exclusión, sino una oportunidad para desarrollar lo mejor de nuestra condición humana. Merece la pena aprovecharla.

Lo lamentable es el empecinamiento de quienes aseguran que esto es un “coronacirco” o una “plandemia” y que las vacunas “son experimentos sin probar”. La ignorancia es un túnel sin salida.

Resulta peligroso en tales circunstancias andar con la cabeza abajo y los pies arriba, es decir, con la prudencia y el saber por los suelos; y resulta por completo ineficaz caminar hacia atrás, o sea, haciendo todo al revés. Así lo advierte con retranca El criticón de Baltasar Gracián.

Pese a tantos errores, se demuestra, una vez más, que lo más valioso del ser humano sigue siendo el propio ser humano, incluso en la oscuridad. No cabe la menor duda.

Nota para curiosos: Miroslaw Balka está exponiendo ahora en el Centro Botín de Santander.

Tino R. Quintana

Profesor de Ética, Filosofía y Bioética (Jubilado)
Oviedo, Asturias, España

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