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Cuentos de niños

Cuentos de niños

Cuentos de niños 150 150 Tino Quintana

Érase una vez una diosa que vivía al borde del mar. Cuando echó a andar el tiempo salió de su casa para dar luz a las cosas y, luego, lo fue repitiendo un día tras otro hasta hoy. Lleva en su mano unas llaves para abrir las puertas al carro del sol. Se dice en la Odisea que Ulises veía siempre aparecer la «aurora temprana de dedos de rosa». Desde entonces, al amanecer, se oye con frecuencia esta canción:

«Quiero que no me abandones
Amor mío, al alba
Al alba, al alba
Al alba, al alba»
(Luis Eduardo Aute)

Existió hace mucho, mucho tiempo, una tribu cuyos habitantes se subían a una escalera todos los días y limpiaban el cielo con agua y jabón. En muchas partes quedaba tan azul que luego no se podía tapar el sol, pero lo más frecuente era que se ensuciara pronto con la porquería que subía de abajo. Sucedió en cierta ocasión que, para realizar un gran desfile militar, decidieron parar durante tres días fábricas, aeropuertos y obras, y el cielo se volvió azul. Pero el resto del año estaba gris y no había desfiles militares. Esto sucedía, según la mayoría, porque «las armas tienen miedo a la falta de guerra». (Eduardo Galeano, El miedo global).

Hace muchos, muchos años, había un pueblo de cazadores con arco y flechas. Salían temprano con el arco al hombro y el carcaj lleno de flechas. Pero uno de ellos, que nunca iba con los demás, estaba convencido de que podía apuntar a las estrellas y hacerse con una de ellas utilizando una sola flecha. Y pasaba noches y noches, en solitario, escudriñando el momento del disparo perfecto. La noche en que se decidió a disparar su flecha regresó, cabizbajo y triste, y dijo a sus vecinos:

«Lancé mí única flecha, y se perdió en la sombra.
Y nunca he de saber si llegó a las estrellas».
(José Ángel Buesa, 1910-1982)

Había una vez un poeta en una ciudad cualquiera de altos edificios. Tenía la costumbre de mirar más arriba, a la noche estrellada, y tan a gusto se sentía que, en una ocasión, estiró el brazo y con la mano abierta se apoderó de una estrella. La escondió en su casa lo mejor que pudo, en el bolsillo, debajo de la cama, en los recovecos de la casa, pero su brillo le delataba, su luz se derramaba por todas partes. No podía ocultarla. Aquel poeta terminó envolviendo su estrella en un pañuelo y la echó con suavidad en las aguas de un río donde se fue alejando, alejando…

«como un pez insoluble
moviendo
en la noche del río
su cuerpo de diamante»
(Pablo Neruda, Oda a una estrella).

¿Y cómo puede suceder algo así? ─dirán ustedes─. ¡Ah! No lo sé a ciencia cierta.

Lo que sí sé es que vivía en cierto lugar un abuelo que dormía a su nieto por las noches. Después de contarle el cuento de los “Cinco pueblos de montaña” y el del “Pueblo de dos lados”, el niño se dormía en sus brazos. Y, entonces, el niño se transformaba en estrella. Era una estrella pequeña y joven, de doce meses, pero daba tanta luz que el abuelo no necesitaba lámpara alguna para leer ni escribir. Por eso tiene que haber algún lugar «donde ser feliz consiste solamente en ser feliz» (Fernando Pessoa, Cancionero).

Y por eso «nunca se debe decir a un niño que sus sueños son tonterías», como dicen que dijo William Shakespeare.

Tino R. Quintana

Profesor de Ética, Filosofía y Bioética (Jubilado)
Oviedo, Asturias, España

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