Si usted ya ha leído el siguiente texto, le invito a que lo vuelva a leer:
«Somos cinco amigos, uno tras otro hemos salido de una casa: el primero salió y se puso junto a la puerta; después, salió el segundo, o, mejor dicho, se movió tan ligero como si fuera una bolita de mercurio, y se puso fuera de la puerta y no demasiado lejos del primero; luego salió el tercero, el cuarto y, por último, el quinto. Al final, quedamos formando una fila. La gente nos miraba, nos señalaba y decían: “Los cinco han salido de casa”. Vivimos juntos desde ese momento. Sería una vida tranquila, si no se inmiscuyera siempre un sexto. No nos hace nada, pero nos molesta. ¿Por qué insiste en meterse donde no lo quieren? No sabemos quién es y tampoco queremos tenerlo entre nosotros. Si bien es verdad que nosotros cinco no nos conocíamos de antes, y puede decirse que tampoco ahora, lo que es factible y aceptado entre cinco no es factible ni aceptado en relación con un sexto. Además, somos cinco y no queremos ser seis. ¿Y qué tipo de sentido tendría estar continuamente juntos? Ni siquiera tiene sentido para nosotros cinco, pero, bueno, ya estamos juntos y seguiremos así. No queremos una nueva unión, a causa, precisamente, de nuestras experiencias. ¿Cómo se podría hacerle entender esto al sexto? Darle largas explicaciones sería como aceptarlo en el grupo. Así que preferimos no aclarar nada y así no lo acogemos. Si quiere hablar, lo expulsamos a codazos, pero, aunque insistamos, vuelve».
(Franz Kafka, Comunidad, 1920)
La identidad y la calidad humana de cualquier comunidad es, en esencia, un problema ético: “el sexto”… siempre vuelve. Pone al descubierto lo que somos y lo que hacemos.