Faetón era un joven dios, bastante pijo, acostumbrado a tener cuanto quería. En una de sus juergas olímpicas, sus colegas empezaron a vacilarle sobre su condición divina diciéndole que su padre, Helios —el Sol— no era en realidad su padre. Y él, avergonzado, le pidió que le dejara conducir el carro del sol para fardar ante la corte celestial.
Helios comenzó a sudar en frío y a ponérsele la corona del revés, porque no veía a su adorable hijo preparado para tal cosa, pero tal fue la paliza que le dio que se lo terminó concediendo, mientras los de la parranda gritaban: «¡ahora sí, ahora sí!». Y bajaron todos a la tierra a manifestarse por los derechos divinos.
El chaval despegó a toda pastilla y pronto los caballos entraron en pánico: subía tan alto que se helaba la tierra o descendía tanto que provocaba incendios y sequías. Total, que Helios, harto de tanta tontería, le lanzó un rayo con tan mala suerte que el divino hijo se cayó a un río y se ahogó. Tal fue el disgusto, que sus amigos se transformaron en cisnes y sus hermanas en lágrimas de ámbar. ¡No iba a ser todo contaminación!
El mito griego demuestra, entre otras cosas, que no se deben tomar decisiones apresuradas, ni, menos aún, ceder ante cualquier capricho. La gestión de las emociones y los asuntos serios no pueden dejarse en manos inexpertas o en personas engreídas.
Y, dada la costumbre de señalar con el dedo al Faetón de turno, conviene mirar antes cada uno para sí mismo, por si acaso.