Cuentan que, hace mucho tiempo, una madre, después de acompañar a su bebé en el primer sueño, salió de la habitación llevando en la mano una vela encendida.
Al salir al pasillo, el aire de una ventana abierta casi la apagó, pero, de manera instintiva, levantó su mano izquierda haciendo hueco para proteger la luz contra el soplo del viento.
En aquel instante, mientras se volvía a enderezar la llama, la madre pensó que ese mismo gesto lo habían hecho durante miles de años los seres humanos y lo siguen haciendo.
Sucedió también, hace muchos siglos, que unos forasteros llegaron a casa de Heráclito para conocerlo. Creían que el viejo filósofo les podía proporcionar ideas deslumbrantes.
Hacía frío y lo encontraron calentándose junto al fuego. El anciano maestro los miró y, viendo que dudaban, los invitó a entrar y les dijo: «También aquí se encuentran los dioses».
Hay gestos que perduran. Son profundamente humanos.
También en momentos de desastre.
«Todo lo que apremia
pronto habrá pasado;
pues solo es capaz de consagrarnos
lo que permanece»
(Rainer María Rilke)