Hay un horizonte común para el mundo común y hay horizontes para otros tantos mundos, es decir, otros tantos entornos contextualizados en diferentes tipos de sociedades, grupos, equipos y seres vivientes, incluidos los humanos.
Los humanos, además, tenemos la capacidad de crear horizontes para vivir con un sentido. No cabe duda de que la Ilíada, la Odisea, la Eneida y la Biblia, por ejemplo, definen horizontes que se transmiten y se comparten, se critican y se niegan.
Alejandro Magno dormía con la Ilíada debajo de la almohada, según cuenta Tito Livio (Ab urbe condita). Y Nietzsche llegó a decir que «entre lo que encontramos en Píndaro y en Petrarca, y lo que encontramos en los Salmos, hay la misma diferencia que existe entre la tierra extranjera y la patria» (Aurora).
Los horizontes también obligan a mirar hacia dónde se va y por donde se va, porque señalan los límites de nuestra situación y de nuestros proyectos… de nuestros sueños.
Una de las versiones del mito griego de Ícaro, encerrado junto a su padre Dédalo en un laberinto, cuenta que Dédalo fabricó unas alas para escapar de allí enlazando las plumas con hilo y cera. Cuando estuvieron preparadas se las pusieron para salir volando y Dédalo le dijo a Ícaro: “no vueles muy alto para que no se derrita la cera por el sol, ni cerca del mar para que no se desprendan las plumas por la humedad”. Ícaro, entusiasmado, voló y voló cada vez más alto, hasta que, fundida la cera, cayó al mar y pereció.
Si a ustedes les apetece alguna vez subir al cerro de Santa Catalina, en Gijón (Asturias) y situarse debajo de El elogio del horizonte, de Eduardo Chillida, intenten, allí, mirar a lo lejos, escuchar el viento y recordar algunos de estos versos:
«Soy el viejo marino
que cose los horizontes cortados».
(Vicente Huidobro)
«En mi verso soy libre: él es mi mar.
Mi mar ancho y desnudo de horizontes…»
(Duce María Loynaz)