Al viejo don Eloy le salió una tarde “la hoja roja” en el librito de papel de fumar en la que se le advertía: «Quedan cinco hojas». Y él se hizo a la idea de que le faltaban sólo cinco días. «Es un aviso», decía a sus conocidos. Comenzó a sentirse poco a poco como un estorbo y a ser tratado como «abuelito», a temer la soledad de su habitación y a ser ignorado por su familia, a caer en la cuenta de que «la vida es una sala de espera» y, sobre todo, a sentir cada vez más «un frío impreciso que le hacía estremecer». El viejo don Eloy comprendió, entonces, que los seres humanos necesitan calor y que por esa razón domesticaron el fuego a cuyo alrededor apareció la intimidad y la comunidad.
La visión positiva o negativa de la ancianidad ya viene de lejos y con nombres ilustres como Platón, Aristóteles, Cicerón… o, más recientemente, Simone de Beauvoir, Gabriel García Márquez, Ernest Hemingway. Pero ninguno me ha impactado tanto como Miguel Delibes en La hoja roja, cuyo don Eloy representa a todos los ancianos del mundo: a los que han querido vivir solos o con su pareja, a los de las residencias sociosanitarias, a los que han muerto por Covid-19 y a los que aún están enfermos o sufren sus consecuencias.
Suele decirse que hay etapas diferenciadas en la ancianidad, caracterizadas por distintos grados de limitación y dependencia. Lo que voy a añadir se puede apreciar, por cualquier observador, a lo largo de una o varias de esas etapas que recorren los ancianos. Emplearé para ello palabras de Miguel Pastorino, profesor de filosofía en Uruguay.
Pero antes de seguir quiero curarme en salud. Tengo la impresión de que me falta un trecho, pero ya veo a lo lejos la bocana del puerto. Veo aparecer algunos nubarrones en el horizonte, aunque no llegan las tormentas de momento. Necesito mencionar aquí la ancianidad de mis padres y, en particular, la de mi madre, la sabia que no pudo ir a la escuela por las difíciles circunstancias que le tocó vivir. Al recordarlos comprendo que los años proporcionan una sabiduría diferente, nada especial ni exclusiva, pero es algo que no soy capaz de explicar cabalmente. Sé que es así, sin más, y se puede comprobar.
Los ancianos trasmiten una vitalidad, un sentido de la libertad y una paz interior que nunca aportarán la ciencia, ni la técnica, ni internet, ni las redes sociales. Tienen talentos especiales que solo los da el tiempo, no los títulos universitarios. Disponen de sabiduría para mirar e interpretar los acontecimientos; paciencia para saber esperar; fortaleza, aunque sean tan débiles, para sostener a quienes no soportan la frustración; tacto para escuchar; visión amplia y desafectada para hacer frente a las urgencias diarias.
Los ancianos traen calma y aceptación para las heridas, nos regalan otro modo de vivir el tiempo y la gratuidad. Nos enseñan a enfrentarnos con la verdad de la vida de manera realista y nos ayudan a distinguir entre lo superfluo y lo valioso, entre lo importante y lo urgente. Nos hacen comprender nuestra propia vulnerabilidad, es decir, aceptar nuestros límites, amar nuestra verdad, no querer ser lo que no somos y reconocer que no se puede hacer todo. Tienen un tesoro de experiencia acumulada que ninguna sociedad debería permitirse el lujo de desperdiciar. Son los que se han gastado el cobre para dejarnos la sociedad que tenemos, para paliar el paro de sus hijos o cuidar a sus nietos. Ahora mismo sufren por no poder hacerlo, por no poder darse.
A veces me veo con ganas de salir corriendo a ver el mundo, como en la novela de Jonas Jonasson (El abuelo que saltó por la ventana y se largó). Otras veces siento el temor de no llegar a reconocer con el tiempo a mis seres más queridos, tal como le sucedía a la protagonista de El cuaderno de Noah, de Nicholas Sparks o al inolvidable “Emilio” del cómic y la película Arrugas de Paco Roca.
Pero siempre desearé que alguien me dé un beso en la frente antes de que me llegue la “hoja roja” de las cinco últimas páginas. ¡Qué menos! Por eso dice el propio Delibes que el ser humano ha venido al mundo para remediar la soledad de otro ser humano.