Hace un par de semanas fue mi nieto de poco más de tres años con su madre, mi hija, a llevar unas flores a la tumba donde reposa un amigo suyo. Compraron las flores, llegaron al cementerio, entraron, pusieron las flores sobre la lápida y, entonces, el niño preguntó:
—¿Y la puerta, mamá? ¿Dónde está la puerta?
Con cuatro palabras, diáfanas como la vida y desnudas como la muerte, puso en jaque todos los sistemas filosóficos y teológicos que tantos quebraderos de cabeza costaron a sus arduos autores: «¿Dónde está la puerta?».
Las casas tienen puertas físicas y las personas puertas simbólicas. Se abren o se cierran.
En los cementerios hay cipreses, calles, quizá algún pájaro y, sobre todo, un silencio sepulcral, pero no hay puertas. Se pueden poner flores sobre una lápida, pero es imposible entregar flores a quien no abre la puerta.
Recuerdo a este propósito el diálogo que mantuve con mi hermano Yayo antes de morir:
—Vas a hacer un largo viaje —le dije.
—Sí. El último viaje de la vida. Espero verte de nuevo —respondió.
Si a ustedes les parece bien, lean despacio estos versos de Miroslav Holub:
«Aunque no haya nada,
ven y abre la puerta.
Al menos hará viento»