La letra de un villancico al que puso música Francisco Guerrero (┼1599) dice así: «Niño Dios d’amor herido, / tan presto os enamoráis, / que apenas havéis nasçido / quando d’amores lloráis.»
Por esas mismas fechas, Juan de la Cruz (┼1591) puso en boca de la esposa los siguientes versos: «¿Adónde te escondiste, / Amado, y me dejaste con gemido? / Como el ciervo huiste, / habiéndome herido; / salí tras ti clamando, y eras ido.»
También hemos oído muchas veces cantar este poema de Miguel Hernández (┼1945):
«Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.
»Con tres heridas viene:
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte.
»Con tres heridas yo:
la de la vida,
la de la muerte,
la del amor.»
Estas heridas se parecen a los surcos que hace el labrador en la tierra con el arado. Son incisiones, más o menos largas y profundas, donde damos continuas respuestas a lo que nos desborda; donde caen semillas que generan sueños, proyectos y culturas; donde se van formando nuestras arrugas y cicatrices. Nada tienen que ver con la sinrazón del mal y del sufrimiento contra los que hay que luchar sin tregua. El dolorismo masoquista es irracional e insensato.
Las heridas necesitan dedicación y atención permanente. Ponen de relieve que necesitamos siempre a alguien que nos acoja y nos escuche o, dicho de otro modo, demuestran que tenemos una necesidad insaciable de consuelo, de descanso y alivio, de cercanía y ternura.
Lloramos «d’amores» ya desde recién nacidos, igual que el “Niño” de Francisco Guerrero. Abrimos los brazos y las manos hacia delante buscando lo que más deseamos, como decía Juan de la Cruz: «… salí tras ti clamando, y eras ido». Y con las “tres heridas” de Miguel Hernández intuimos que la herida del amor, como un surco interminable, va más allá de la muerte.
Por eso este tipo de heridas no nos des-hacen. Nos hacen humanos, porque nos reclaman una atención inmensa y un cuidado infinito.
Merece la pena seguir en este empeño personal y colectivo. Así lo veo yo, al menos.