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Lo cotidiano

Lo cotidiano

Lo cotidiano 150 150 Tino Quintana

Érase una vez un niño de tez morena, ojos negros y pelo rizado, que tenía miedo por la noche a los ladrones y se las arreglaba para echar una cuerda desde la mesilla de noche, pasando por la manilla de la puerta de la alcoba, hasta la otra esquina de la cama. Era una estrategia que daba seguridad porque, de ese modo, al llegar los ladrones, se despertaría y podría defenderse. Nunca lo llevó ningún ladrón.

También le decía con frecuencia a su hermano: «Quiero que me hagas dibujos con trenes que echen humo y lleven vagones». Y su hermano, aprovechando un encerado de pared que había en un lado de la cocina de su casa ─porque había sido escuela muchos años antes─ le dibujaba locomotoras de vapor y largas filas de vagones, todos pintados de blanco de tiza blanca. Y el niño contemplaba, absorto, los mundos de ensueño.

Ese niño era yo, más o menos igual que tantos otros niños de aquella época. Bueno, ese niño no ha crecido mucho más y ahora casi no tiene pelo oscuro, ni rizado, ni nada.

Les he contado esas cosas porque en lo sencillo y cotidiano se encuentra lo sublime, incluido el miedo a los ladrones y los trenes de tiza blanca. La vida diaria está llena de gestos y símbolos y, con excesiva frecuencia, no le damos importancia por caer en el error de que lo importante es lo excepcional y lo extraordinario. La hipertrofia del consumo y la información nos hace insensibles a la riqueza de la vida diaria.

Se cuenta un dicho que les dijo Heráclito, hace veintiséis siglos, a unos forasteros que querían ir a verlo. Cuando ya estaban en el umbral de su casa, lo vieron calentándose junto al horno. Ellos se detuvieron sorprendidos porque él, al verlos dudar, los invitó a entrar y sentarse junto al fuego, diciéndoles: «También aquí están presentes los dioses».

Aquellos visitantes esperaban encontrar a Heráclito haciendo cosas sorprendentes, exóticas, y sólo hallaron a un hombre tranquilo, sentado al amor de la lumbre. Buscaban fuera y lejos lo que no eran capaces de ver allí, cerca, en lo que hacía el viejo filósofo.

Justo ahora, en estas fechas de tanta incertidumbre, tenemos una ocasión para recuperar la sencillez de la vida cotidiana, cuyo punto clave es la proximidad, o sea, los ojos que se miran, la mesa que se comparte, las manos que pasan el pan, el mensaje del hijo a la madre, el silencio de los recuerdos, las lágrimas del enfermo…

Lo humano no espera a manifestarse sólo en regiones superiores de carácter metafísico o de sesudas formulaciones científicas. Lo humano está en la sencillez de los gestos cotidianos, donde aprendemos la verdad de cada cosa, de cada tiempo, de cada persona, de cada presente, de cada día. Necesitamos recuperar el «carpe diem» del poeta romano Horacio, sin precipitarnos ni encerrarnos en nosotros mismos.

Lo humano de cada día, de lo cotidiano, es la mejor repuesta a la nada, al abismo, al desastre. Nos lleva a lo más originario de lo que somos: seres humanos que estamos juntos. Nos va lo mejor de la vida en ello. También ante los virus.

TINO QUINTANA

Profesor de Ética, Filosofía y Bioética Clínica (Jubilado)
Oviedo, Asturias, España

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