En la India son una clase social ignorada y fuera del sistema organizativo. En el mundo son los descartados, los apartados, los que están excluidos de las ventajas sociales porque son inferiores a los demás. Los invisibles. Y así, por ejemplo, millones de seres humanos no dispondrán de vacuna contra la Covid, y no la van a tener por una menudencia, una cosuca de nada: no la pueden pagar. La solidaridad se escurre cuando no hay dólares.
Estos parias de la pandemia han tenido la mala suerte de vivir en lugares donde sólo hay ruinas y desolación. Viven en El país de las últimas cosas y bastante tienen con «poner un pie delante de otro para caminar derecho», como dice Paul Auster.
Pero hay mucho más. Después de diez años continuos de guerra, Siria es, pongamos por caso, uno de los países de “las últimas cosas”, una especie de infierno terrestre donde los niños conviven con el silbido de las balas y las explosiones de las bombas desde que han nacido. Un país literalmente asolado, igual que Yemen, Irak, Somalia, Sudán del Sur, Afganistán…
Entre nosotros hay gente durmiendo en los cajeros ─qué perversa ironía─, acudiendo a diario a los bancos de alimentos, cruzando en pateras hacia Europa, haciendo cola para buscar trabajo o pidiendo limosna por la calle o a la puerta de los supermercados… Esos son los residuos, los excedentes, los efectos colaterales de la sociedad de seducción del consumo. Hay cantidad de gente que está haciendo el Viaje al fin de la noche de Louis-Ferdinand Céline: «la miseria es gigantesca, utiliza su cara, como una bayeta, para limpiar las basuras del mundo». Sospechar de ellos como hipotéticos delincuentes es una auténtica fantochada.
Mientras tanto, vemos a varias de sus señorías pelearse por asunto de poltronas; comprobamos la reiterada ocurrencia de afirmar que la pandemia es un invento para generar cambios en la sociedad, en la cultura y en la economía; disfrutamos de diferentes tipos de vacunas, de clasificar para ello por grupos a los ciudadanos, y de penalizar a quienes se saltan la cola, mientras asistimos al bochornoso espectáculo del mercado mundial de las vacunas. Y, encima, hablamos de vuelta a “la nueva normalidad”. ¿Normalidad de qué? ¿Normalidad para quiénes?
La pandemia nos obliga a redefinir conceptos, revisar direcciones, reconvertir planteamientos. En todo esto, la cuestión de fondo no reside, a mi juicio, en el «ser o no ser», de Shakespeare. No se trata de lo cada uno “es” con los otros, sino de lo que cada uno “hace” por los otros.
Estamos viviendo una época de la historia en la que podremos decir: «Yo estaba allí», como señalaba Goethe. Somos los protagonistas. El papel que desempeñamos ─la tarea de ser personas─ no es ninguna farsa metafísica. Hacer el mundo más habitable, sin parias, es posible. Hay muchísimas personas que lo están haciendo sin llamar la atención y cada cual puede sumarse de algún modo a ese gran proyecto. ¿Es mucho pedir?