Es prácticamente imposible decir nada nuevo, pero sí decirlo de otro modo. Estoy en la fila para entrar al supermercado. Se avanza lentamente. Parecemos nazarenos en la procesión del Cristo de los Gitanos. Veo empujar carros de compra que salen hasta los topes, como si fuera a llegar el séptimo día del Apocalipsis. La mayoría vamos embozados, enguantados y engorrados. Nadie habla con nadie. Si acaso se oye a alguien preguntar con timidez, como si pidiera permiso: ¿es que no quedan muslos de pollo? ¿vais a sacar más pan? Llevo tantos guantes que no soy capaz de encontrar la nota donde he anotado la compra. No cojo aceitunas rellenas porque no me parecen alimentos básicos. Es la mala conciencia. En la caja me ayudan a guardar las cosas. ¡Claro! Me ven mayor
Al salir, veo a una persona hacer un semicírculo a mi alrededor. Me detengo a mirar y me increpa con un ¡qué pasa, antiguo! (porque ahora está de moda decir “antiguo” a cualquiera, como si se dijera “tío”, “tronco” o “colega”). Y casi al lado del portal de mi casa encuentro a un vecino que no recoge la caca del chucho, mientras refunfuña diciendo ¡total, no pasa nadie! Parece que soy “nadie…” o un deshecho tirado…
La vecina de arriba parece que lleva mal el aislamiento. Se oye pasar la aspiradora dos veces por la mañana y unas cuatro por la tarde. También suenan con frecuencia ruidos prolongados en la cocina y en el baño. Debe ser de esas personas que piensan que el virus entra por las cañerías de la calle, ataca por el bidé y sale por el fregadero de la cocina. También hay otro vecino que utiliza el taladro y martillea por las mañanas en el cuarto de baño de al lado. Quizá tenga ya la pared llena de tornillos o esté haciendo agujeros para espiarnos… Es la imaginación “en tiempos del cólera”, diría quizá García Márquez.
También puede ser que estos días casi todo molesta. Sí. Debe ser eso. Tenemos la sensibilidad a flor de piel. Nosotros, en casa, estamos bien y llenamos el tiempo, pero tenemos que esforzarnos para controlar la impaciencia, la irritación. Me estaba acordando ahora de Curzio Malaparte y su delirante y subyugante novela, La piel, «lo único que poseemos» y a lo que hoy se le da tantísima importancia. Es cierto, pero no es toda la verdad. Detrás de la piel o, mejor dicho, aflorando por la piel, están los sentimientos, las inquietudes, las dudas, las creencias, los miedos, las ideas, los valores, es decir, está la persona concreta, única y a veces trágica. La piel revela lo que somos y nos sitúa en el tiempo. Por eso tiene “cronología” particular y hasta zonas superlimpias, porque las manos nunca conocieron tanto jabón desinfectante. Cuando utilizamos videollamadas vemos granos que no teníamos, arrugas que no apreciábamos, labios que se encogen, orejas que crecen, y también sonrisas interminables, miradas que parecen caricias, manos que se tocan en la distancia…
¡Qué cosas pasan! ¿Quién nos iba a decir que sucedería esto? ¡A nosotros que vivimos rodeados de científicos eminentes, de presupuestos billonarios y de los mejores sistemas sanitarios del mundo! La realidad supera la ficción y nos iguala a todos por el mismo rasero, aunque da la impresión de que «algunos son más iguales que otros», como decía Napoleón, el cerdo jefe de la Rebelión en la granja de George Orwell.
En ocasiones me gustaría entrar en la Ilíada y ser Ulises o Aquiles, «el de los pies ligeros», para liquidar a los troyanos, pero no a los de Troya, sino a los virus informáticos con los que ciberladrones y hackers introducen patrañas y bulos quitándonos la intimidad y la tranquilidad. El daño que hacen aprovechando el miedo de la gente es de miserables.
Y, en fin, me indigna ver a los políticos en el Congreso de los Diputados echarse en cara las cifras de contagiados y el número de víctimas. Es lamentable y siento vergüenza ajena: chulería, mentiras, insultos, desprecio. Sólo se salvan las taquígrafas. Deberíamos pensar bien qué votamos cuando votamos. Y lo peor es que sirven de pábulo para los arribistas y redentores que pretenden arreglar el orden público a base de ir dando sopapos a diestro y siniestro (sobre todo a éstos).
Menos mal que siempre quedan los cinco minutos de las ocho de la tarde. Los sanitarios son excelentes profesionales. No hay para ellos suficientes elogios ni palabras adecuadas de agradecimiento. A ver si de una puñetera vez caemos en la cuenta de que no hacen lo que les viene en gana. Están demostrando que viven para la salud y la vida de sus pacientes. Hay que decir lo mismo de los demás servidores públicos.
Mientras aplaudimos nos estamos “fichando” unos a otros, esa es la verdad, pero sirve también para animarnos mutuamente y decirnos ¡hasta mañana! La vida sigue…de momento…