Era temprano, había poca gente por la calle y la mañana era agradable. Al fondo se veía venir por la acera una pareja de personas mayores, una caminando y otra en silla de ruedas. La señora, que empujaba la silla, quiso cruzar la calle sin percatarse de la altura del bordillo y los dos se cayeron al asfalto. Imposible llegar a tiempo.
El señor sangraba algo por una herida que se hizo en la frente. Pesaba muy poco. No hablaba, ni gesticulaba. Parecía tener un alto grado de dependencia. Su esposa se quejaba de una pierna atrapada bajo la silla de su marido. Decía, asustada: «no teníamos que haber salido de casa; perdóname, Manuel, perdóname».
Le dimos una botella de agua y un paquete de clínex y le pusimos la mano en el hombro. Temblaba y repetía sin cesar: «no podemos salir de casa, no puede ser… no puede ser». Y se iban alejando, lentamente, ella empujando y él encogido en su silla de ruedas, mientras se cogían de la mano.
En realidad, algo parecido nos puede suceder a cualquiera y en cualquier momento. Así todo, ¡qué indefenso es el ser humano caído en el suelo! ¡qué impactante es ver a una persona postrada en el asfalto de la calle! ¡qué pequeños somos cuando estamos tirados por tierra, sin fuerzas, sólo a merced de quien quiera acercarse! Es una imagen real, contundente, demoledora, apabullante. Una imagen donde se demuestra, una vez más, que dependemos de otros. Es una evidencia. Por eso sigo sin entender a cuantos andan a sartenazos contra la cuarentena o defienden que la pandemia es una farsa.
Sin embargo, permítanme ustedes una digresión sobre lo ocurrido esa mañana. Aun a sabiendas de que todos podemos pasar por ese trance ─pobreza, paro, violencia, enfermedad… o el bordillo de una acera─ lo más valioso que poseemos, sin duda alguna, es el ser humano mismo. La persona caída, cualquiera que sea y en la situación que sea, sigue siendo un tesoro incalculable, un crédito inagotable, un bien no negociable. Y ese valor sobresale en situaciones de indefensión y debilidad.
El mundo sería más humano si se enfocasen las cosas desde esa perspectiva o, mejor dicho, si se pusiera el objetivo de todas las decisiones en el cuidado y la protección de los seres humanos más frágiles. Hace mucho tiempo que se viene diciendo esto, pero no está de más recordarlo.
La dirección correcta no es la que va hacia el propio yo o hacia el propio grupo o la propia nación o el propio continente, sino la que va dirigida hacia los otros y, en particular, hacia los que están tirados en el suelo sin su culpa. Aquella pareja de ancianos representa a los descartados, a las víctimas.
Deberíamos cambiar el rumbo. Estamos yendo en dirección contraria, lo cual no es sólo contraproducente y delictivo. Es un modo de actuar y de pensar obtuso, cruel, inmoral. No se trata de bendecir la desgracia y el dolor. Aquí se trata de una cuestión de justicia, puesto que sin justicia no hay sociedad ni humanidad.
Sin embargo, habría que ir más allá diciendo que no hay justicia sin perdón. Somos imperfectos, tenemos carencias y cometemos errores que nos impiden ver, nos encastillan y nos quitan la paz. Identificarlos, asumirlos y procurar evitarlos ayuda a superar los bordillos de las aceras. «Perdóname, Manuel, perdóname», decía la señora ¡Malditos bordillos! ¡Significan tantas cosas!