Me asomo a la ventana, esa especie de «balcón de la casa de vivir», igual que hacía Bernardo Soares en El libro del desasosiego de Fernando Pessoa.
Miro hacia arriba y veo pasar incesantemente nubes como si el cielo estuviera desmadejando ovillos blancos. La vida se parece mucho a una madeja que vamos devanando… o enmarañando. Depende de lo que se haga con el hilo.
Miro hacia abajo y veo bultos que se mueven sobre dos palos. También observo paraguas que se mueven sin parar y recuerdo el problema que tenía Descartes para identificar los sombreros que se movían. Me acuerdo también de Oliver Sacks y El hombre que confundió a su mujer con un sombrero.
Desde ese balcón de la vida percibo el mundo como una interminable y variopinta galería de cuadros móviles, una especie de paisaje en el que me llaman la atención dos cosas: una, que lo natural es lo extraño y lo artificial ha pasado a ser lo natural; y otra, que hay demasiado ruido y resulta difícil identificar el tono de lo que sucede.
Y veo, además, que se sigue dando importancia al traje, cuando, en realidad, es sólo lo exterior. No suele ser habitual mirar hacia dentro, unas veces porque puede dar miedo, otras porque nos desconocemos y, quizá la mayoría de las veces, porque vivimos rodeados de demasiados espejos que no nos pueden sacar de nosotros mismos.
Por eso creo que es necesario hacer como el citado Bernardo Soares: «pensar con las emociones y sentir con el pensamiento». ¡Ay de las filosofías y de las religiones que no sepan oler las flores ni escuchen los latidos del corazón!
Yo echo de menos las caricias de mi madre, porque eran únicas. Pienso ahora que la ternura de sus manos se hizo inmortal:
«Cuando no sabía
aún que yo vivía en unas manos,
ellas pasaban sobre mi rostro y mi corazón»
(Antonio Gamoneda).
La leyenda griega atribuye a Helena, esposa de Menelao, una gran belleza pretendida por muchos héroes. Fue seducida o raptada por Paris, príncipe de Troya, lo que originó la guerra de Troya. El caso es que, por causa de Helena, los guerreros aqueos y troyanos se hicieron inmortales. Christopher Marlowe escribió dos versos sublimes: «Helena, tráeme mi alma de nuevo … hazme inmortal con un beso». Gustavo Adolfo Bécquer lo dijo con otras palabras:
«Por una mirada, un mundo;
por una sonrisa, un cielo;
por un beso… yo no sé
qué te diera por un beso».
Los besos de una madre y de un niño son como el cielo: inmortales.