El ser humano es un «¡Ángel con grandes alas de cadenas!», decía Blas de Otero. La necesidad de verlo en equilibrio impulsa a igualar sus dimensiones. A lo largo de la historia se ha intentado conjugar la fortuna y la calamidad, las luces y las sombras.
Llevamos algo en nosotros que nos compone y nos define, justo cuando constatamos lo que nos va desfigurando y descomponiendo.
Somos a la vez, y sucesivamente, certezas y dudas, convicciones y remordimientos, fragilidad, lágrimas, cicatrices, palabras y silencios, búsqueda, pensamiento y acción, sueños y proyectos, aciertos y fracasos… somos seres humanos. Y, si no, fíjense ustedes en estos versos del cordobés Ibn Hazm (siglo XI), que toman una parte y miran el todo:
«…Mis ojos no se paran sino donde estás tú.
Los llevo adonde tú vas y conforme te mueves
como en gramática el atributo sigue al nombre…»
O estos otros de Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931-):
«Lo primero que se ama
son los ojos: belleza
reunida mirándose.»
Y porque lo más bonito de los ojos no es el color, sino la mirada, y porque la vida de cada uno está en las manos de otros más que en las propias, creo en los seres humanos a pesar de todo. No poseemos nada más valioso que nosotros mismos.