He pasado la mayor parte de mi vida arando letras, cosiendo historias, tejiendo redes de ideas y telas de sentimientos. Hubo momentos en los que iba, como dice Rafael Cadenas, «hacia donde no llega / ningún camino». Y resulta que, ahora, soy importante.
Sé que soy importante para un niño de casi tres años, mi nieto, que no es consciente de lo importante que él es para mí. Yo lo cuido, pero, en ocasiones, los papeles se confunden y no se sabe bien quién de los dos necesita y está más pendiente del otro.
«Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante» (Antoine de Saint-Exupéry, El Principito).
El cuidado demuestra que la dependencia forma parte de la condición humana, que la autonomía absoluta no existe y que no somos intocables. A la hora de la verdad vivimos enlazados y enredados unos con otros. El respeto mutuo debería facilitar la conexión.
Uno de los secretos para conseguirlo es entender la leyenda que hay a la entrada de un monasterio cisterciense: «la puerta está abierta, el corazón más (porta patet, cor magis)».
Otro secreto es el amor gratuito, igual que hizo Eneas cuando cargó con su padre Anquises a cuestas para salir de Troya camino del destierro (Virgilio, Eneida, II).
«Con el amor a cuestas, dormidos y despiertos», decía Miguel Hernández.
Frente a la oleada actual de fanáticos, de bulos y discursos de odio, prefiero esta sencilla certeza: sentirme querido por un niño al que adoro. Por eso creo que soy importante. No necesito más.