El niño salió a dar un paseo por los alrededores de su casa con su pequeña bicicleta, de esas que no tienen pedales y se impulsan con los pies. Pasó junto a un prado, donde había un caballo pastando, y se acercó. El caballo hizo lo mismo y ambos quedaron mirándose.
—¡Hola caballo! ¿Cómo te llamas?
—¡Hola, niño! Me llamo Tani. Y tú, ¿cómo te llamas?
—Me llamo Tono y he salido a dar una vuelta. Nunca te había visto.
Tani era de color marrón claro, tenía una mancha blanca en la testuz y le bajaba una raya del mismo color hasta el morro. Se acercó a Tono con las orejas erguidas, levantó el belfo superior para olerle y le acarició la mejilla con el hocico. En ese momento le cayeron varios goterones de sus grandes ojos y Tono le preguntó:
—¿Estás llorando? ¿Qué te pasa?
—Lloro porque te vas a marchar.
Y continuaron hablando de sus cosas, pero utilizaban un lenguaje cifrado difícil de comprender. Al final, Tani movió la cabeza varias veces y resopló salpicando al niño.
—Ahora estás contento, ¿eh? ¿Por qué? —preguntó Tono, mientras se limpiaba.
—Porque tengo la esperanza de que vuelvas —respondió Tani.
El niño era mi nieto y no se llama Tono. Tampoco se llama Tani el caballo que pastaba cerca de su casa, pero ambos me hicieron recordar la novela de Nicholas Evans (1995) y la película protagonizada por Robert Redford (1998): El hombre que susurraba a los caballos.
La relación con los demás vivientes enseña a crear lazos y a estar en compañía, a sosegar y amaestrar: a domesticar. Así le sucedió al Principito, a quien le dijeron una vez: «Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante».
Las palabras y la poesía, solas, no cambian el mundo, pero ayudan a verlo de otra manera.
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