Salen con lo puesto. Si acaso, añaden una maleta hasta los topes que van arrastrando como si tirasen de la vida, como si llevaran a hombros a los que se quedan atrás. Algo así dice Virgilio que hizo Eneas, al finalizar la guerra de Troya, cuando cargó a su padre a cuestas para marchar al destierro (Eneida, II, 795). Ahora ya son varios millones de personas que huyen.
Al amparo de rincones de casas sin techo, en sótanos o en subterráneos del metro, las madres recuerdan a sus hijos y los viejos van desovillando los años perdidos. No tienen referencias. Cuando salen, van por caminos sin orillas, ven silbar el viento y saborean el «olor de la gente como si fuera una esperanza», igual que los caminantes de El llano en llamas de Juan Rulfo, pero no encuentran a nadie. El aire huele a miedo.
Tienen los pies ateridos y las manos entumecidas. Los guantes no son suficientes y los gorros no quitan el frío en las orejas ni en el rostro. La mucosidad se congela. Sostienen con dificultad la metralleta y llevan colgando en el cinturón varias granadas. Por la noche, resguardados tras las ruinas de una casa, intentan dormir, sienten miedo y se preguntan qué están haciendo allí.
Uno de ellos, tirado en el fango, apenas puede abrir los ojos. Tan sólo fue hace un par de segundos cuando explotó la bomba. A su lado hay un compañero que ya no respira. Tiene la cara destrozada. Está al borde de un enorme agujero de donde sale humo. Se echa a llorar. Nadie le puede oir. Se imagina dentro de un carro de heridos, en Guerra y Paz, que empuja la Natasha Rostov de León Tolstói, pero le invade algo parecido a lo que dijo un poeta: «Hasta cuándo este valle de lágrimas, a donde / yo nunca dije que me trajeran» (César Vallejo).
Me recuerda esto el comentario mordaz y pesimista de Walter Benjamin sobre un pequeño dibujo en papel con tinta china, tiza y acuarela, que le acompañó toda la vida. Su autor era el pintor suizo Paul Klee. El dibujo, titulado Angelus Novus (1920), representa a un ángel que está contemplando algo que le deja pasmado, con los ojos y la boca abiertos y las alas desplegadas. Está mirando al pasado donde sólo ve catástrofes y ruinas. Quisiera despertar a los muertos y recomponer la destrucción, pero comienza a soplar un huracán tan fuerte que, sin dejar de mirar al pasado, le empuja hacia el futuro al que da la espalda, mientras ante él van creciendo las ruinas. Y Benjamin añade: «Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso» (Tesis de filosofía de la historia, 9).
Por muchas contextualizaciones económicas y geopolíticas que tengan las guerras ─que las tienen─, siguen siendo lo que siempre fueron: inventos humanos para destrozar, arrasar y matar la vida que hace posible la guerra. Triste círculo vicioso.
«Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes. Tristes.
Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes. Tristes.
Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes. Tristes.»
(Miguel Hernández, Cancionero y romancero de ausencias)