Si me dijeran que debo arrancar las malas hierbas de cientos de kilómetros a la redonda, dejaría caer los brazos y diría: «Esto es una empresa imposible. Nunca lo conseguiré».
Pero si me dijeran «Mira: tú tienes un metro cuadrado. Tenlo limpio de hierbajos, siembra ahí buena semilla y cuídalo». Eso parece insignificante, pero es factible.
No se trata de arreglar el mundo, ni la ciudad, ni el barrio, ni la comunidad de vecinos, ni buscar aplausos o popularidad. Nada de eso. Ya se dijo en muchos lugares, como en la Antígona de Sófocles, que «actuar por encima de nuestras posibilidades no tiene sentido».
Así que mejor sería decir esto: «Mira, no puedo dedicarte la vida, ni la semana, ni todo el día, pero sí una tarde a la semana, cinco días al año, un par de horas más al día… para estar contigo, reírnos juntos, cuidarte… Es solo un metro cuadrado, pero te lo doy».
En tiempos donde abunda la bulimia de medios y la anorexia de fines, reconforta saber que hay infinidad de personas anónimas que no pasaron su vida llenando inútilmente de agua toneles con agujeros, como las Danaides, sino regando su metro cuadrado de cosas buenas. En tal sentido es ilustrativo leer el siguiente texto de George Eliot (Mary Ann Evans):
«… el efecto de su ser en los que tuvo a su alrededor fue incalculablemente expansivo, porque el creciente bien del mundo depende en parte de hechos sin historia, y que las cosas no sean tan malas para ti y para mí como pudieran haber sido, se debe en parte a los muchos que vivieron fielmente una vida oculta, y descansan en tumbas que nadie visita».
He conocido a muchas de esas personas: hacen el mundo mejor sin saberlo ellas mismas.