En 2012 se publicó un libro de Juhani Pallasmaa titulado La mano que piensa. Sabiduría existencial y corporal en la arquitectura (Editorial Gustavo Gili, Barcelona). Este autor subraya que nuestro conocimiento del mundo comienza con las manos, lo táctil, y el cerebro se encarga luego de representarlo con imágenes y conceptos abstractos.
Martin Heidegger decía que comprendemos el mundo no solo mediante las cosas disponibles «a la vista», sino a través de lo que está «a mano». Conocemos y manejamos ideas con los ojos de la mente, aprendemos y realizamos técnicas con las manos.
Las manos pueden acariciar y aplaudir, abrazar, trabajar y partir el pan. Las manos pueden dar y quitar, equivocarse, reconocer; pueden sentir calor y frío, temblor y sudor, aspereza, suavidad, venas, latidos, arrugas… intuir alegrías, disgustos, despedidas…
Pueden también pueden burlarse y amenazar y pegar y arañar y apuñalar…, pero, sobre todo, pueden hablar sin decir nada, transmitir tranquilidad ante el desasosiego, seguridad ante la incertidumbre, acogida ante la soledad, cuidado ante la fragilidad… Pueden compartir, compadecer, ayudar, levantar, mantener en pie, consolar…
Manos de madres, de abuelas y abuelos, de hijos e hijas, de amantes, de amigos y amigas, de profesionales sanitarios… de personas.
Aristóteles afirmaba que los humanos tenían manos porque eran inteligentes. Anaxágoras decía que los humanos eran inteligentes porque tenían manos. Quizá los dos tenían razón. Las manos de cualquier ser humano pueden sostener a cualquier otro ser humano.
Por eso merece la pena recordar lo que decía Pedro Salinas:
«Las manos son muy grandes y se puede
dejar a un ser entero en unas manos».