«Amarte fue como clavar una estrella en el cristal de mi ventana». Así comienza la autobiografía de Alda Merini.
Mientras tanto, escucho a Ella Fitzgerald (Spring will be a little late this year): «La primavera llegará un poco tarde este año, / llegará un poco tarde aquí, a mi mundo solitario».
El cielo se pone oscuro y triste, porque me cuesta ver a la gente sufrir.
Las nubes lloran sin parar, porque no me gusta enfrentarme al hecho de que soy frágil.
Las tormentas me empujan al pasillo de casa, porque sigo teniendo miedo.
El día se vuelve triste, porque no me gusta sentirme feliz a costa de los demás.
La noche cae, inexorable, porque no hay modo de acabar con la locura de las guerras.
Por eso prefiero imaginar algo más positivo, aunque tenga que ir lejos a buscarlo.
He imaginado, muchas veces, que llevaba conmigo restos procedentes de esa figura humana de Atapuerca, aún sin definir, de hace 1,3 millones de años. Otras veces, imaginaba que provenían del barro que amasaban las mujeres egipcias a orillas del Nilo, hace miles de años, mientras cantaban a Isis, la diosa de la vida.
También me ha parecido ver alguna vez al sol con sombrero y cara de girasol, y a la luna sonriéndome, por la noche, pero nunca supe por qué. Simplemente, los he visto.
Llegados a este punto, me apetece contar algunas de entre tantas cosas que me gustaría haber aprendido y haber visto con estos mismos ojos que ya suman muchas décadas.
Me gustaría haber contemplado la escena en que Alejandro Magno sacó de su cinturón una moneda de oro, y se la lanzó a un filósofo que no paraba de hablar. El hombre la atrapó al vuelo y, al verla, preguntó: «¿Por qué?». Y Alejandro dijo: «Para que te calles».
Me gustaría haber vivido en Cartago y haber conocido allí a la saga de los Barca: Amílcar, Aníbal, Asdrúbal y Magón. Y, en particular, a Aníbal, el padre de la estrategia, que hacía de cualquier circunstancia la mejor y de cualquier situación precaria un triunfo.
Me gustaría haber estado al lado de Homero cuando escribía la Odisea; en un teatro griego para ver las obras de Esquilo o las comedias de Aristófanes.
Me gustaría haber asistido a alguna de las polémicas entre Agustín de Hipona y los maniqueos. Eran públicas y ante notario. Se conservan las actas.
Me gustaría haber estado en Burundi, junto a mi hermano Yayo, durante la matanza entre hutus y tutsis.
Me gustaría haber asistido, en París, al final de todos y cada uno de los cinco Tours de Francia que ganó Miguel Induráin.
Me gustaría haber visto a Cervantes escribiendo Don Quijote de la Mancha; estar con Juan Sebastián Bach mientras componía la Pasión según San Mateo; hablar con Kant, Hegel y Marx; leer la primera edición del primer día de Cien años de soledad. Son cuatro experiencias que podrían transformar la vida de cualquiera.
Tony Bennett canta ahora Boulevard of Broken Dreams: «En el boulevard de los sueños rotos / yo soy el único, y camino solo / camino solo…». Sé bien que mi trayecto es personal, exclusivo, pero no es cierto que vaya solo. Así que me quedo con algo más sencillo, que me conforma y me confirma: con la gente que va conmigo.
Me gusta ser el corazón de las cosas y actuar como si sus latidos no tuvieran importancia.
«Me gusta la gente capaz de entender que el mayor error del ser humano es intentar sacarse de la cabeza aquello que no sale del corazón», como dice Mario Benedetti.
Me gusta la gente capaz de criticarme, pero sin herirme. Es señal de que me quieren.
Me gusta saber que las madres nos sacan a los demás, al menos, nueve meses de ventaja.
Me gusta pensar que podría contarle a mi nieto los cuentos que inventaba para mis hijos antes de dormir.
Pero, en este rincón del mundo, sólo soy un merodeador de palabras para urdir pensamientos, sugerencias, sueños… para comunicarme con ustedes.
Estoy escuchando en este momento a Diana Krall (But beautiful): «El amor es divertido o es triste, / o es tranquilo o es loco, / es algo bueno o es malo / … / es un dolor de corazón de cualquier manera, / pero es hermoso».
Por eso tomo unos versos de Antonio Gamoneda para intuir las caricias de mi madre:
«Cuando no sabía
aún que yo vivía en unas manos,
ellas pasaban sobre mi rostro y mi corazón».
Y por eso voy a utilizar las palabras de Alda Merini para decirle a mi esposa: «amarte es algo así como haber clavado una estrella en el cristal de mi ventana».