Era a finales de 1341. Léa, una joven sanadora de la ciudad, entró en la casa de cañas y barro y vio en un jergón, mal tapados con trapos sucios, dos niños gemelos con fiebre alta y varios bubones en el cuello y debajo de las axilas. La madre estaba al lado, mirando al suelo y llorando sin ruido, y ayudaba a su marido a cerrar un hatillo. El hombre dijo:
─ Ellos no vienen.
─ ¿Cómo sois capaces de abandonar a vuestros hijos? ─preguntó Léa.
─ Si enfermamos nosotros tampoco podríamos hacer nada ─respondió el padre.
Y se marcharon sin mirar atrás, igual que hacían muchos otros, pobres y ricos.
Léa pasó un paño húmedo por la frente y el cuerpo de los niños, los colocó en una carretilla que encontró en el cercado de la casa y los llevó a una sala del Ayuntamiento reservada sólo para contagiados. Antes de llegar, uno de los niños preguntó:
─ ¿Y madre? ¿Dónde está madre? ─Y empezó a sollozar.
Léa no supo responder. Los cuidó hasta que murieron días después. Todo parecía absurdo.
En otro lugar de la ciudad, Adrien Fleury, un joven médico, llegó a casa de un mercader de lana para atender a su hija. Tenía fiebre, mucha tos y gotitas de sangre en los labios. Adrien sintió cómo se le encogía el corazón al ver al padre de la chica, Jean, con el rostro demudado por el dolor. Eran amigos desde la infancia, habían estudiado juntos el trivium en la escuela urbana y Adrien era el padrino de su hija.
Poco después, en la Calle Mayor, encontró a Léa que venía de ver a un enfermo, y le dijo:
─ Hay que aislar de inmediato a quienes muestren síntomas de pestilencia pulmonar. Nadie debería acercarse a ellos salvo nosotros, tapándonos la boca y la nariz.
─ Pero de ese modo condenamos a los afectados a morir solos ─objetó Lea.
─ Si así podemos amortiguar la plaga, es un precio que tenemos que pagar.
Y al decir esto tuvo la impresión de que le estaba entrando arena en el corazón.
Las nubes habían bajado buscando el calor de las casas. El suelo era un lodazal de fango y desperdicios malolientes que se filtraba por las rendijas de las puertas. Aquello tampoco ayudaba.
─ ¡Ayudadnos! ¡Ayudadnos! ─imploraba alguien.
Adrien se volvió. Una mujer lo llamaba. Mientras subía las escaleras de la casa pensó: la enfermedad y la muerte son inoportunas y no tienen sentido del ridículo, pero hay que seguir adelante.
La plaga había comenzado a ceder a finales de 1351 y casi había desaparecido a principios del año siguiente. A Léa y Adrien les parecía que el mundo estaba tan cansado que había dejado de moverse, pero aún querían poner por escrito lo aprendido y lo consiguieron.
Ella era judía y él cristiano. Vivían en una ciudad libre del Condado de Alta Lorena. Su relación era impensable por las ideas dominantes, pero no aceptaban someterse a prejuicios inamovibles. A los judíos, además, se les acusaba de causar la pestilencia.
Caía la tarde. Hacía frío. Mientras tomaban vino con especias, en vasos de barro y a la luz de una antorcha, en un pequeño patio de la casa de Adrien, se dijeron uno al otro:
─ La plaga se va. Los enfermos están atendidos. Ha llegado la hora de mirar algo por nosotros.
Habían oído hablar de Córdoba, tierra de árabes, judíos y cristianos. Era buena idea. Necesitaban agarrarse a la esperanza en medio de tanta calamidad. Poco después, alguien decidió apagar la luna y se les fue soltando el querer en manos de la noche.
Ante ellos se extendían tiempos de incertidumbre y caminos sin orillas, pero era un futuro común donde podrían conciliar experiencias, culturas y saberes. Donde podrían seguir aprendiendo y ayudando. Y se fueron a vivir juntos.
Nota: El texto anterior es una recreación libre de La plaga del cielo (Daniel Wolf, Grijalbo, 2020). La Peste Negra causó más de 30 millones de muertos en Europa.